Un día en la vida de Ayotzinapa

Renzo D’alessandro

Tixtla, Guerrero. Mayo.

Entrar a la Normal Isidro Burgos es penetrar a un espacio producto de una conciencia histórica, parecido a los caracoles zapatistas. “Burguitos”, como le llaman los estudiantes, da la sensación de estar prácticamente desierta: los estudiantes delegados y padres de los desaparecidos están difundiendo la causa en otros países; los maestros y las autoridades escolares siguen ausentes a causa del paro estudiantil; los estudiantes que restan parecen bajo un aturdimiento de siete meses de paro.

Los padres y madres abandonaron su hogar en septiembre de 2014 y no han podido regresar. “Dejamos todo y no volvimos”, cuentan madres que se lamentan por sus animales y sus cosechas. Una dice que sus vecinos le dijeron que sus tres perros ya habían muerto de hambre. Otra pone el semblante duro y dice “ya no podemos seguir esperando”. Las madres y los padres de los desaparecidos son, en su mayoría, campesinos pobres que lograron llegar a la Normal gracias a la ayuda económica de los vecinos solidarios. Aunque para la mayoría de la gente es difícil comprender por qué siguen luchando, la desazón de esta situación inverosímil persiste: la policía levantó a 43 estudiantes y ninguna “versión histórica” logra dar una evidencia fidedigna de la existencia o inexistencia de sus hijos. Es por eso que las madres dicen estar convencidas de que sus hijos están vivos, porque “los sienten” y también “los sueñan regresando a casa”.

La situación de los alumnos también es compleja. Muchos de los que participaron en la actividad del 26 de septiembre de 2014, se sienten responsables de la desaparición de los 43 y de la muerte de los otros tres compañeros, uno de ellos, El Chilango, desollado brutalmente. ¿Será que los estudiantes puedan encontrar una respuesta emocional que les permita reactivar su vida normalmente? se pregunta Arcelia, voluntaria oaxaqueña que tiene como proyecto realizar una ludoteca para los niños de los familiares que están varados en la Escuela Normal.

La respuesta sobre su normalidad en la escuela no es sólo una cuestión de ánimo sino también familiar: “Muchos de los estudiantes fueron regresados a sus casas por sus padres ante el miedo a los rumores de que el Ejército está presto a tomar la Normal”. Los que quedan aún inscritos tienen que enfrentar la presión personal y social, además de no contar con el apoyo de sus familias. Efectivamente, Concha y Marlboro, estudiantes de tercer año, lo corroboran: “mis padres me piden que regrese, pero ya no puedo volver hasta que no regresen mis compañeros” dice Concha. Marlboro remata: “ya no nos podemos ir, tenemos que continuar hasta encontrar a nuestros compañeros. Entiendan que nos hacen falta”.

Al pasear por la cancha de básquet, donde se encuentra el altar conformado por los 43 pupitres vacíos de los estudiantes, Concha revive la víspera del ataque: “Llevábamos dos meses de asedio continuo, dos semanas antes del 26 de septiembre entró en la Normal un convoy militar argumentando que se había equivocado de ruta. Nosotros sabemos cómo son, pero nunca nos imaginamos esto. Uno de ellos es mi primo. No hemos podido llorarlos desde entonces”.

Por un autogobierno en Tixtla

La respuesta de los padres ha sido la revitalización continua de su causa. Actualmente están emprendiendo una campaña para evitar las elecciones en Guerrero. Aunque la estrategia incluye también a Chilpancingo e Iguala, todo se concretará en la contienda por el municipio de Tixtla aledaño a la Normal: “Aquí los padres estamos formando asambleas populares para que los candidatos de los partidos salgan del pueblo y sirvan para el pueblo” dice Don Berna, uno de los padres. Las asambleas populares que proponen están constituidas por organizaciones principalmente del magisterio, de trabajadores y de estudiantes: “Nosotros no necesitamos sus elecciones, vemos cómo el gobierno no apoya nuestra lucha por encontrar a nuestros hijos. Sólo nos ofrecen dinero”.

Debido a esa insensibilidad, y por la falta de iniciativa de los políticos locales para meter en su agenda el tema de los estudiantes de Ayotzinapa, es que los padres y las organizaciones han tomado espacios municipales como el Auditorio, el Ayuntamiento, y el Palacio Municipal de Justicia. Asimismo, se han dado a la tarea de perseguir a cualquier candidato de cualquier partido que quiera entrar en los barrios y comunidades de Tixtla: “Ellos nos dicen que ‘son nosotros’, que ‘somos lo mismo’, pero cuando les decimos ‘pues sálganse de los partidos y sean electos por sus barrios’, nos dicen que no”- , comenta Miguel, uno de los organizadores de la resistencia electoral.

La cancelación electoral “no es un capricho, ni una iniciativa utópica sino la consecuencia lógica de la inexistencia de cualquier tipo de justicia”, dice otro estudiante, y agrega: “el boicot electoral para la consolidación del autogobierno en Tixtla es una posibilidad”. Los padres han sido el motor que permite conjuntar a maestros y estudiantes y otras formas de organización locales, como las policías comunitarias a nivel territorial. Sobre todo, “se ha logrado fortalecer las asambleas populares en cada uno de los barrios y comunidades que comprenden el municipio de Tixtla” dice Marcia, una de las promotoras de los Consejos. El mecanismo para organizar las asambleas parte de la realización de brigadas culturales, informativas y de análisis político que realizan en ejidos y comunidades aledañas en Tixtla, pero también en Chilpancingo e Iguala, con representantes del magisterio pertenecientes a la promotora de Consejos Populares Municipales (CPM). La iniciativa se fortaleció, recuerda Marcia, después de la toma de los espacios políticos y culturales ya que “los comités además de ser legales según el artículo 39 constitucional y la ley 701, son legítimos, puesto que se basan en la promoción de seguridad ciudadana y del cumplimiento de los derechos sociales de los ciudadanos”.

La propuesta del Consejo Popular Municipal, conformada formalmente el 18 de abril pasado, se basa en el reconocimiento del derecho de las comunidades para elegir a sus representantes dentro de sus propios procesos asamblearios.

La policía comunitaria: emblema del autogobierno

Esperando la salida de la base de una de las siete policías comunitarias de Tixtla, se encuentra Don Bernardo, quien presume una cicatriz que le atraviesa la cabeza de un hemisferio al otro. Es miembro de la policía comunitaria y uno de los más graves heridos del 24 de febrero en el famoso “acapulcazo” donde 600 elementos de la Policía Federal reprimieron brutalmente durante el desalojo a miles de profesores y campesinos que se manifestaban. La estrategia federal, parecida al “atencazo”, dejó al menos ocho maestras violadas, un maestro asesinado y más de 100 lesionados entre ellos Don Bernardo, portada nacional por llevar la cabeza rota a sus 86 años.

La policía comunitaria de Tixtla fue creada en 2012 por Gonzalo Molina (preso político junto con Nestora Salgado). Esta agrupación está conformada por más de 150 miembros afiliados a la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC): “La inseguridad ante los grupos de narcotraficantes armados fue la causa de nuestra organización”, cuenta Justino, primer comandante del barrio El Fortín. “Todavía siguen operando los malos, pero ya no como antes” interrumpe el Mapache. Ser policía comunitario es un trabajo voluntario que se sostiene por las ayudas económicas del pueblo y no tiene ninguna relación ni contacto con la policía municipal. “Ellos sirven para garantizar la seguridad de su presidente municipal, nosotros garantizamos la del pueblo”, dice Gato, primer policía del grupo. 

Los comunitarios llevan sus armas cargadas mientras patrullan los barrios más peligrosos de Tixtla. Se rigen por un reglamento aprobado en asambleas barriales. En el caso de la policía comunitaria de El Fortín actúan encapuchados por temor a las represalias de grupos criminales. “Nosotros patrullamos también de día, no como el resto, es por eso que estamos más expuestos”. Actúan coordinadamente en operaciones con las policías comunitarias de los otros barrios de Tixtla pero, dice Juventino, “su labor no se limita a vigilar la seguridad de los barrios sino que incluye la impartición de justicia: sancionamos, encarcelamos y promovemos programas de reintegración social”.

El presidente del barrio, elegido en asamblea, se encarga de determinar las sanciones. Para ello se apoya en un consejero que sugiere el método de castigo o de inserción y ayuda a dictar las recomendaciones según sea el caso: trabajo comunitario dependiendo de las necesidades (desazolve de ríos y alcantarillas, limpiar calles), patrullar con los policías durante las noches, o en casos graves, cárcel en una prisión de la CRAC ubicada en la costa. Las policías comunitarias llegan a realizar reuniones con otras policías de la región coordinadas desde San Luis Acatlán, cuna de Genaro Vázquez, legendario luchador social de Guerrero.

La participación como miembro de la policía de El Fortín está limitada a los conocidos del barrio que tengan fama de gente recta y honorable. La entrada de un nuevo miembro se somete a la consideración del pleno. También participan varias mujeres. Los integrantes tienen cuatro rangos en los que pueden ir ascendiendo: primer comandante, comandante, primer policía y tropa. La policía se siente cercana a los normalistas desaparecidos y a los padres: “Acá (en Tixtla) no habrán elecciones, nosotros somos el garante de la seguridad del pueblo,” concluye Gato.

Ánimos y ánimas distantes

Los padres no están de acuerdo con las percepciones de los medios de comunicación oficiales o con la gente que sugiere que sus hijos ya están muertos. Los padres y las madres aún tienen la esperanza de que pronto van a encontrar con vida a sus hijos ya que éstos se encuentran en algún lado capturados por el Estado. Depositan sus esperanzas en que regresen, su fuerza emana de ahí. Más allá de lo que la mayoría de ciudadanos piense de este gobierno y de lo que es capaz de hacer, no existen evidencias de su paradero. En México nadie creyó la “verdad histórica” de Murillo Karam. La única realidad es que fueron secuestrados por el Estado. Cada quien decide creer lo que quiera. Al final todo se resume en un acto de fe, esa extraña sustancia que crea los milagros. Si bien el Estado y sus instituciones judiciales y armadas se complacen con la idea de que, al no haber cuerpo del delito, no hay crimen; tal posición no les permite darse cuenta que aunque las protestas disminuyan ya han sido juzgados por el pueblo.

Otro de los padres de los normalistas —quien participó en el Distrito Federal en la séptima jornada global por Ayotzinapa— se desploma al llegar al salón del Centro de Derechos Humanos Agustín Pro, e ignora los sillones vacíos con el brazo en la frente y los ojos perdidos, vidriosos. Al notar mi presencia se recompone y comienza una charla vaga, como si supiera que le voy a preguntar algo. Habla sobre su siembra, sus perros y todos los animales que murieron cuando salió de su casa para luchar por la justicia de ver a su hijo. Habla de su padre, quien sabe “todo” de la agricultura. Sus ojos recuperan el brillo cuando habla de todo lo que ha visto, de los lugares en que los han recibido, de su primer viaje en avión al norte de México. De pronto su rostro se ensombrece y suelta una frase: “Una señora en Mexicali me dijo que nuestros hijos habían sido tirados al mar con cubetas de cemento en los pies. También me dijo eso mismo una bruja: ‘Tu hijo está en el agua’”. Hace una pausa, se reincorpora, me mira a los ojos y me pregunta: “¿Tú que piensas?, ¿siguen vivos?”.