Opinión
Ver día anteriorMartes 9 de junio de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La guerra de la gastronomía
H

ay un momento, ajeno a la irónicamente llamada edad de la razón, cuando un niño, una niña, ve extenderse el tiempo. El futuro se aleja, ya no es un instante inmediato, un mañana tan próximo como el despertar. Es un lugar imaginario donde todo y nada pueden suceder. Entonces, el milagro se produce y el soñador se imagina trapecista, astronauta, bombero, acaso por el prestigio del uniforme, bailarina, futbolista, mago, baterista, en fin, héroe o heroína con su cauda de oropel y lentejuelas.

En Francia, desde hace algunos años, una nueva vocación extiende su prestigio entre los jóvenes soñadores: chef de cocina se ha vuelto una de las profesiones más escogidas por niños y niñas. Influencia de la televisión acaso, los programas de cocina y cocineros se han ido multiplicando con los años, al extremo de que no falta uno, mañana, tarde o noche. A veces, al mismo tiempo, dos o tres canales.

Concursos de aspirantes a chefs, a quienes dan una pequeña cantidad de euros para comprar los productos necesarios para preparar su plato, carrera contra el tiempo pues los minutos son contados, originalidad, sabor, olor, presentación. Los jueces, grandes chefs, son severos. Los aprendices transpiran: el éxito es más duro que el de un corredor de fórmula 1. Ningún detalle escapa al jurado. Hay también los programas donde se trata de hacer reír al espectador con los errores de los cocineros. O los grandes reportajes sobre los chefs consagrados, algunos de los cuales mezclan, o confunden, su arte con el de la escultura y pueden servir una rueda de la fortuna de espagueti o un Picasso de soufflés donde se aúnan ingredientes nunca reunidos.

Cocina tradicional, nouvelle cuisine, o cocina inventiva, los niños contemplan maravillados los platillos, aprenden a poner una mesa con los refinamientos de los restaurantes cuatro estrellas (o macarrones), donde los milímetros de separación entre una copa y otra, su cristal centelleante, son medidos por un inspector.

A esto se agrega ahora la inquietud por un sistema nutricional apropiado, donde cada producto pasa por análisis químicos, médicos y otros, para asegurarse que no aumenten el peso o el colesterol de quienes los ingieren. Que respondan a una higiene a la moda, así sea la de estar esquelético, aseguren la salud, pospongan la muerte y alarguen la vida, si no la eternidad.

¿De dónde viene este tsunami? Se puede imaginar que un país víctima de una crisis profunda de sus valores, sus tradiciones y, a veces, incluso de su propia identidad, pueda desear alcanzar una cierta calma refugiándose en esta parte aún viva de su patrimonio: la cocina, alzada a veces a la altura de un arte, la gastronomía. El fenómeno es tanto más importante cuando se sabe que algunos países se imponen en el mundo entero por la fuerza de su economía o de sus armas, pero no es menos evidente que los mismos países afirmen de manera semejante su poderío dominador gracias al éxito de sus productos alimentarios y vestimentarios. La bomba atómica cae sobre Hiroshima, los estadunidenses ganan la Segunda Guerra Mundial y, de inmediato, Coca-Cola, chicles y jeans se expanden en el mundo. Desde este punto de vista, es verosímil que la nueva pasión de los franceses por su propia cocina sea una reacción de defensa contra la invasión, en las calles de París y provincia, de los McDonald’s, Quicks y otros fast-food. Invasión en apariencia pacífica, pero quizá más peligrosa que una ocupación militar. Imponer al mundo su propia manera de comer es otra victoria de un imperio.

También una forma de irse introduciendo en otras culturas, transformando gustos culinarios, suplantando la cocina de los aborígenes por la de los inmigrados. En Francia brotan aquí y allá los McDonald’s, pero también se propagan los restaurantes árabes con sus couscous, sus tajines.

Fenómeno curioso: la cocina mexicana llega a Francia a través de los tex-mex: la migración toma caminos que escapan a previsiones. A fronteras y aduanas.