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E

l mapa político mexicano fue reconfigurado por las elecciones del domingo. El primer dato significativo a consignar es que las formaciones del régimen (bien delimitadas por su afiliación al Pacto por México, es decir, PRI, PRD, PAN, Verde y Panal) pasan de la era de los partidos (antecedida, a su vez, por el tiempo de los partidazos) a la época de los partiditos: ni el tricolor logra el respaldo de un tercio del electorado y sólo éste y Acción Nacional consiguen obtener una quinta parte de los sufragios. La alianza PRI-PVEM se desinfló de 43.65 por ciento de los votos en 2009 (la más reciente elección comparable) a 36.14 este año y, por separado, el partido de Peña Nieto logró apenas 29.06 por ciento del total, algo apenas por encima del peor desempeño de su historia en elecciones legislativas, que fue el 28.21 por ciento que obtuvo en 2006, cuando quedó en tercer lugar.

No deja de ser impresionante el que, con toda su maquinaria corporativa y clientelar, y con todo y el reparto de 10 millones de televisores digitales entre la población de escasos recursos, la facción dominante del régimen haya perdido más de 2 millones de votos y que, según las cifras oficiales, hoy esté parado sobre el respaldo de menos de 14 por ciento del electorado: 10 millones 554 mil votos (si se toma en cuenta que la abstención fue de 47 por ciento), cifra apenas superior al número de receptores de televisión que repartió con inocultables propósitos electoreros.

De los otras facciones del régimen, al PAN le fue moderadamente mal, el Verde y el Panal se estancaron y el PRD enfrentó un voto de castigo que disolvió su hegemonía en el Distrito Federal, lo dejó sin Guerrero y le redujo a la mitad su bancada legislativa. Los estrategas chuchos, qué duda cabe, calcularon mal el costo de la factura que tendrían que pagar por su sometimiento a Peña y sus reformas neoliberales. Ahora la dirigencia del Sol Azteca tiene ante sí el problema de encabezar un aparato clientelar vacío de contenido (su discurso de izquierda es equivalente al discurso ambientalista del Verde), sin más propósito que preservar prebendas y posiciones, y que deberá seguir funcionando con un presupuesto público drásticamente reducido.

En contraste, el Movimiento Regeneración Nacional vivió una jornada de triunfos. Los obtuvo sin alianzas y sin dinero, sin respaldos ilegítimos desde oficinas públicas, sin experiencia previa en elecciones (aunque en Morena se conjuntaran muchas experiencias individuales) y a menos de un año de haber obtenido el registro; con guerras sucias del PRI y del PRD encima; con encuestas amañadas para minimizarlo; con una campaña anulista y de desaliento claramente dirigida en su contra; con operaciones de compra de voto puestas en marcha por esos dos partidos; con golpeadores, mafiosos y provocadores merodeando en sus actos públicos.

En esas circunstancias Morena tiene al menos cinco delegaciones capitalinas ganadas, será la mayor bancada en la ALDF y la cuarta fuerza política en el escenario nacional y en la Cámara de Diputados. Tendría mucho más, de seguro, si el régimen no hubiera impulsado la abstención atizando en forma deliberada los conflictos sociales más candentes y conduciéndolos a escenarios de violencia represiva con el propósito de disuadir a la ciudadanía de salir a votar. Aun así, la victoria de Morena resulta sorprendente. Para ponerla en perspectiva, baste con mencionar que ni Podemos, en España, ni Syriza, en Grecia, lograron semejante posicionamiento en las primeras elecciones a las que concurrieron.

Morena capitalizó el voto de castigo a las facciones del Pacto por México, propuso a los descontentos sociales un cauce institucional y su propuesta fue parcialmente escuchada. Ello fue posible gracias al tesón, la entrega y la imaginación de dirigentes y candidatos pero, sobre todo, al trabajo incansable de miles y miles de ciudadanos que en todo el territorio nacional, y con el viento en contra, visitaron hogares, organizaron reuniones informativas, distribuyeron materiales de estudio y propaganda, se trenzaron en discusiones inacabables con toda clase de gente, se capacitaron en leyes y prácticas electorales, vigilaron las urnas, documentaron y denunciaron una montaña de delitos electorales, participaron en arduos recuentos, en ocasiones rodeados de gente hostil y corrupta. Se demostró, así, que es posible abrir la puerta para incidir en el rumbo del país a pesar de los comicios amañados, de la inoperancia y la parcialidad de las instituciones electorales y de la ofensiva gubernamental en contra de los sectores populares.

El desafío que el nuevo partido tiene por delante es enorme: debe, en primer lugar refrendar y consolidar su compromiso con los movimientos sociales –redoblando, para empezar, la vinculación con las causas de los derechos humanos y sociales y por el cese a la represión, y con las resistencias a los megaproyectos–; sin ese compromiso permanente, Morena muy pronto acabaría convertida en un PRD bis. Tiene que fiscalizar el comportamiento probo y recto de sus propios candidatos y cuadros convertidos en representantes populares y funcionarios; debe, asimismo, pugnar hasta el límite de sus posibilidades por le cumplimiento de su Plataforma Electoral 2015 –que busca revertir las reformas del peñato– y está obligado a actualizar un proyecto de nación que sigue siendo la propuesta más integradora e integral pero que fue redactada antes del brusco deterioro de la situación nacional generado por la imposición de las reformas antinacionales, antilaborales y antipopulares.

Por el trabajo realizado y por el que se viene, Morena debería darse una pequeña y fugaz tregua y permitirse un festejo.

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