Opinión
Ver día anteriorDomingo 24 de mayo de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Parque Aurora
P

or ciertas vivencias que Clarisa Landázuri recoge en La Voz Brava, por la importancia que les da, parecería que hubiera estado en coma toda su existencia y que apenas ahora despertara, a sus tardíos sesentas, y se diera cuenta de lo que es la vida diaria para el resto de la gente; parecería que ella experimenta por primera vez determinadas situaciones que para los demás han sido siempre tan comunes que ni siquiera reparamos en ellas o que nunca nos dijeron nada.

Sin autorización, transcribo textualmente la columna suya que acabo de leer:

“Al entrar al Parque Aurora me abordó un joven. Tras saludar educadamente con un ‘Buenas tardes, señora’, sonriendo con timidez me planteó que él no era de la ciudad, que había llegado esa mañana en autobús precisamente para reportarse en la sede de los rescatistas en la capital y que, apenas acabó su trámite, se dio cuenta de que le habían robado la cartera. Debía volver ese mismo día a la Casa de Cultura de un lugar del interior y no tenía cómo reponer su boleto de regreso. ‘Créame’, casi me suplica; ‘no conozco a nadie aquí a quién acudir.’ Sin pensarlo, saqué un billete, se lo extendí y seguí mi camino.

“Una vez sentada en la banca que buscaba, a espaldas de una de las jardineras de hortensias que, entre los árboles y los cuidados caminos de adoquines, daban forma propiamente a dicho parque, empezaba a reflexionar sobre el incidente del rescatista asaltado cuando se presentó otro muchacho frente a mí, de aspecto igualmente limpio y acicalado, aunque más alto y menos robusto que su antecesor. En cuanto me dio las buenas tardes, antes de que pronunciara una palabra más, me adelanté y hablé por él. ‘No eres de aquí –aventuré con arrogancia– y te robaron la cartera y no tienes con qué comprar tu boleto de regreso a tu casa.’

“No bien terminé mi remedo, me arrepentí y habría querido guardar silencio. Si el primer joven me había dado una suficientemente buena impresión como para haberle creído y no haberme sentido timada, no sabía por qué no me había conducido con igual confianza con el segundo muchacho que se acercaba a mí esa tarde en el Parque. El segundo, igual que el primero, daba la mejor impresión posible. No sólo por su apariencia física impecable y saludable, sino por su porte, su lenguaje y sus modales. Los dos llevaban un libro y una libreta en la mano; los dos sonreían con timidez, como quien sólo porque se ve en una necesidad real se atreve a dirigirse a otro para solicitarle algo, como a sabiendas de que el abordado dudará de su franqueza y, con toda razón, procurará defenderse o, al menos, no dejarse engañar.

“El chico de pie frente a mí interrumpió mis reflexiones y, con voz suave, rectificó mi arrogante intuición con firmeza. ‘No –definió su posición– a mí nadie me ha robado mi cartera.’ A lo que con humor añadió, ‘Ya quisiera yo tener una cartera que otro codiciara’. ¿Entonces?, le pregunté sumisa, avergonzada de mi altanería al haber dudado de él con burla y maña. ¿Entonces?, repetí, ¿tú qué querías decirme? ‘Soy retratista –me dijo–, lo que me acerqué a preguntarle era si me permitía dibujarla.’

“Lo más educadamente que pude rechacé su propuesta y lo vi alejarse.

Han pasado algunos días desde estos incidentes que viví en el Parque y no dejo de pensar en ellos y en cómo quisiera modificarlos. Ya he llegado antes a la conclusión de que vivimos, vivo, una vida en versión de primer borrador y que, al irla releyendo, siempre encuentro mucho que descartar, mucho más que corregir o que volver a vivir y, por último, muy poco, si es que algo, que no tocar ni retocar; muy poco que dejar complacidamente y hasta alegremente en paz.

¿Quién no, Clarisa, quién no quisiera la oportunidad de vivir la versión bonne à tirer de su vida?, me dirijo hacia el Café Bravo con el ánimo de preguntarle. Pero al atravesar el Parque Aurora, arrumbado contra unos arbustos, veo a un viejo en harapos, la barba hundida en el pecho, el escaso pelo blanco, largo, sucio. Entre las rodillas medio sostiene un frasco apa- rentemente vacío, con una etiqueta amarilla y letras negras con palabras que imagino, pero que no distingo. No sé qué hacer. Me pregunto qué habría hecho el rescatista, el retratista o la propia Clarisa ante ese hombre, o su semejante, en quien yo parezco reparar por primer vez y al que no se me ocurre con qué término representar si no con el de la derrota.