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¿Estamos en Suiza?
L

a inmensa mayoría de los que discuten sobre cuál debe ser la actitud de los ciudadanos ante las elecciones del 7 de junio dan la impresión de estar ponderando las opciones en un estado de derecho y en una situación normal.

México, sin embargo, no es Suiza o Suecia: es un país donde el gobierno está en guerra contra su propio pueblo y ocupa permanentemente con los militares casi todo el territorio nacional. Es un semi-Estado en descomposición moral y política donde la camarilla que gobierna es ilegal e ilegítima, llegó a sus cargos mediante el fraude y debe enfrentar diversos poderes armados que van desde el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, las policías comunitarias y las autodefensas, por un lado, hasta los diversos cárteles delincuenciales, por el otro.

México es un país donde los capitalistas que gobiernan están llevando a cabo una feroz ofensiva contra el nivel de vida –que siempre fue miserable, pero que empeora rápidamente– de la inmensa mayoría de la población, en alianza con la parte muy cuantiosa del capital invertida en el narcotráfico, la trata de personas y de órganos, así como el contrabando de armas. Todo esto constituye desde el punto de vista electoral un inmenso fraude generalizado y sexenal, con una endeble máscara de legalidad constitucional, y anula la posibilidad de libre expresión y de libre elección por los ciudadanos comunes.

Las llamadas elecciones son simplemente una maniobra para tratar de dar una apariencia de legalidad a la pequeña camarilla que decide todo, está desmantelando las conquistas democráticas obtenidas por la Revolución Mexicana, entregando los recursos del país (el petróleo, el agua misma) a las trasnacionales y destruyendo las bases de un Estado independiente porque ya no hay mucha diferencia entre la situación político-económica de una colonia como Puerto Rico y la de México.

En México no es creíble simular hacer elecciones normales cuando hay decenas de miles de muertos, otras tantas de desaparecidos y una parte importante del aparato estatal –que incluye altos jefes militares y policiales y autoridades municipales y estatales– es socia de los delincuentes o está comprada por éstos.

Por eso estas elecciones no son más que una redistribución formal de los puestos entre los servidores del poder de una camarilla oligárquica, una farsa comicial fraudulenta y nula. De esta maniobra para la opinión pública internacional saldrá un PRI-PAN triunfante y muy mayoritario y habrán migajas para los paleros con camiseta doble. Es ridículo creer que esa maniobra se puede torcer presentando una opción que acepte el régimen y sus reglas amañadas.

Allí donde sea posible, gracias a las movilizaciones y al nivel de conciencia en la región, la farsa debe ser impedida, reduciendo al mínimo la cantidad de participantes en la misma y demostrando así, a los ojos de México y del mundo, que los ganadores, si los votos válidos no superan 30 por ciento entre todos los grupos participantes, no representan en realidad sino 10 o 15 por ciento de los votantes (y eso incluso con el clientelismo y la compra de votos).

Aunque los gobiernos extranjeros felicitarán en ese caso a la camarilla ilegítima de Los Pinos, en sus embajadas el personal podrá ser siniestro, pero no es pendejo, sabe contar e informará sobre cómo leer las elecciones. Como plantean los familiares de los desaparecidos de Ayotzinapa y los maestros democráticos, entre otros, en Guerrero, Michoacán o Oaxaca es posible y necesario hacer propaganda mediante manifestaciones y bloqueos a favor del boicot a estas elecciones fraudulentas que se realizan con las víctimas de esta dictadura disfrazada apenas enterradas o todavía desaparecidas y con los asesinos libres.

En otros estados de la República, en cambio, quizás no exista una relación de fuerzas tal que permita el boicot. En tal caso, la regla debería ser escoger una táctica que permita al mayor número posible de trabajadores y demócratas avanzar en su organización y en su conciencia, sea eligiendo entre los candidatos alguno con una trayectoria digna, sea organizando la anulación masiva de los sufragios o mediante la abstención, para que salga a luz la soledad de los supuestos triunfantes.

Es cierto que, en principio, la abstención o la anulación del voto favorecen a los servidores de la oligarquía. Éstos mantendrán sus puestos en las gobernaciones, los municipios y las cámaras. Pero lo verdaderamente importante no es la agitación de estas marionetas en los tinglados de las instituciones totalmente desprestigiadas del semi-Estado. Es la organización en la lucha contra el fraude de las víctimas del sistema y de esta maniobra electoral de la oligarquía gobernante. Es la reducción al máximo de los votos válidos que demostrará la orfandad absoluta de los ocupantes del aparato del Estado que quieren con estos comicios aparecer ante el mundo como si fuesen democráticos y respetuosos de una Constitución que pisotean todos los días.

Lo que decide no son las urnas, sino reforzar el triunfo de los jornaleros de San Quintín obligando a los patrones y al gobierno a pagarles los 200 pesos por día de trabajo de ocho horas o apoyar la lucha de la tribu yaqui y del conjunto de organizaciones que la respaldan hasta asegurar el fin de la represión y garantizar que el agua, bien común y derecho humano por excelencia, no será entregada a los capitalistas para que lucren con ella a costa de las necesidades de indígenas y campesinos.

Las elecciones no son el objetivo sino para los oportunistas. Son en cambio un terreno de lucha para aumentar la organización y la seguridad en sí mismos de los que ya han elegido en su fuero interno imponer la justicia y la democracia echando a los espurios y corruptos que ocupan los puestos de este semi-Estado y sirven a Estados Unidos.