Opinión
Ver día anteriorLunes 18 de mayo de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Lugar de las musas
H

ace unos días pude revivir la infinitud del tiempo. Ese instante fugaz en el que convivimos con todos nuestros pasados, nuestros presentes, nuestros porvenires, nuestras memorias y nuestras esperanzas. Estratigrafías de nuestro ser que convergen en el espacio y, como en un relámpago, nos hacen vivir en todas las dimensiones relativas de la existencia para recordarnos quiénes somos y quiénes queremos ser.

Llegamos corriendo. Sin pensarlo demasiado compramos las entradas y, de repente, nos encontramos en el vestíbulo del Museo del Prado enfrentados a la vastedad de la colección que espera al visitante para transformarlo. Nos detuvimos y nos cuestionamos azorados. No podemos verlo todo, dijimos. Y la pregunta emergió inmediata, ¿qué queremos mirar? Adán y Eva, de Durero; Las meninas, de Velázquez, y La Anunciación, de Fra Angelico respondimos de inmediato. Hacia allá nos dirigimos con la ilusión de renovarnos.

Las tablas de Durero, realizadas en 1507 y recién restauradas, mueven la mirada hacia el detalle de la serpiente en el manzano y hacia la pudorosa juventud de los personajes, casi adolescentes. La belleza campea y uno quisiera cobijar a Adán y a Eva ante la magnitud de su deseo. Todavía no lo saben pero al aceptar amarse van a cambiar el mundo y el devenir de sus congéneres hasta el fin de los tiempos. Su inocencia cobra, así, frente a nosotros, una trascendencia sin fin.

Entender Las meninas es un juego que, desde 1656 en el que lo creó Velázquez, se convierte en un artificio de espejos que hace guiños, reta y conmueve al espectador manipulando los planos, las miradas, los universos de la composición. Los giros de los sentidos se suceden en un parpadeo y, frente a él, nos vemos envueltos en mil y un goznes del tiempo y del espacio.

Pero La Anunciación, realizada por Fra Angelico entre 1425 y 1428 en témpera y oro sobre tabla mueve hacia el norte, hacia el sur, hacia el oriente y el poniente todos los sentidos del alma. Los minutos pasaron y se hicieron horas. La sencilla majestad de la virgen y el arcángel Gabriel bañados en el oro que desciende de dios le da la vuelta al tiempo y nos sumerge en el instante del susurro compartido hasta invitarnos a habitar, en el extremo superior de la derecha, la austeridad y la pobreza de la casa. La presencia de la divinidad se manifiesta en la suave caricia de su espalda. La magnificencia del jardín del paraíso emerge en lo que parecen ser limoneros y naranjales, explosión de flores de colores que uno cree que reconoce y, en el verde infinito pintado con lo que uno se imagina olores perpetuos, creemos que se nos invita a ocupar el lugar de la pareja expulsada del Edén. Volteamos y a punto estamos de reconocer a quien debemos invitar a acompañarnos. Es tan hermoso el jardín que se daría la vida por un instante en él, acompañado de ella.

Esa visita cambió el mundo. Después de mucho caminar entendí que, a un museo, uno llega a encontrar su obra. Esa con la que uno puede conversar, vivir mundos nuevos, sentirse conmovido, restaurado, un hombre nuevo.

En el Museo Nacional de Antropología me espera siempre, sin duda, la máscara de jade de Pakal; en el Museo del Templo Mayor la Tlaltecutli; en el Fuerte de la Soledad, en Campeche, la máscara de Calakmul que, en ella sola, muestra el universo de la vida y las ideas del mundo de los mayas; o la escalera de madera que va hacia el infinito en la Casa Museo Luis Barragán. Sí, en cada museo nos espera nuestra obra para regresar a ella y acompañar cada uno de nuestros pasos por el mundo.

Entrar en un museo es como abrir las páginas de un libro escrito en nuestra piel, en nuestro ser. A través de sus piezas nos sumergimos en un viaje del que siempre salimos renovados, con un poquito de mayor sabiduría y con la creatividad motivada. Porque en los museos todo es diálogo. Diálogo entre el visitante y las obras. Italo Calvino decía que al pasear por los museos se detenía a interrogar a las piezas, refiriéndose a la cualidad de estos recintos para generar preguntas en los que los recorren. La imaginación se carga aquí de sensibilidad. Diálogo entre los propios objetos pues cada museo, a la manera de un cuaderno de viaje, diseña un itinerario que como páginas se va abriendo a nosotros, construyendo una lectura cargada de significados. Diálogo entre nosotros mismos que como espectadores recreamos lo que está ante nuestros ojos y, al conversar nuestra vivencia, compartimos nuestra propia experiencia con otros, generando movimientos bañados en los caudales de la estética y despertando un deseo de conocimiento que nos hace mejores personas.

Para los niños y los jóvenes es una oportunidad. En el museo la escuela cambia de colores, de voces, de cuadernos. Los estudiantes aprenden con palabras diferentes, sentados en el piso, caminando y acompañados de presencias de otros tiempos, de otras latitudes, de espacios imaginarios. El museo se transforma así en pizarrones para la creatividad y en gises para el conocimiento compartido.

En el museo el tiempo es infinito. Un instante torna a la eternidad nuestra vecina y la pone al alcance de la mirada y de la mano. Si en cada uno de ellos sabemos reconocer la obra que nos espera para conversar y para mostrarnos el camino de la esperanza que nos lleve a transfigurarnos, habremos recuperado la idea del museo como aquélla que, durante siglos, nos dijo que ése era el lugar de las musas.

Twitter: @cesar_moheno