Opinión
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Lecho de bugambilias
¡V

enga! locos de remate que, cual Quijote sin razón, hacemos de la venta del camino altiva fortaleza almenada y de un ventero zafio y burlón, alcalde y caballero. Al igual que de una tabernera la reina Dulcinea y de dos mozas de partido dos princesas de hermosura. Y de la exaltada fantasía de D. Alonso señor nuestro por todos los siglos, visión de cómo alcurniada señora le calzaba la espuela y otra le ceñía la espada. O sea, nadie puede avergonzarse de ver alguna vez una mujer soñada, porque también la vio el más grande soñador que vieron los nacidos quien tuvo desbocada fantasía y juicio desquiciado pero acabó sus días en posesión del más cabal conocimiento.

Nuevo hogar infierno del deseo que nos hace ver en extraña alucinación a Dulcinea que vaga y se recuesta en lecho de bugambilias a vivir pensamientos negros, carne transparente, piel pálida, pubis encarnado en afilada rueda de cuchillos, ojos que se elevan hasta el cielo, mirada provocadora, reina del musgo, muerte, calenturienta, imaginación de erotismo perverso, siempre insatisfecho.

Madre originaria, máscara de Dulcineas, objeto imposible, secreto inconfesable, aureola de misterio donde se mezclan fascinación desgarradora, claustro sonrosado, piernas desnudas manchadas del color rosa de los arcos. Una pizca de ternura. Fidelidad desolada y desoladora, nostalgia traviesa, teñida de resentimiento por la frustración inevitable. Fuente de deseos ocultos, inconscientes, imposibles de rastrear hasta su origen, letras que recortan su silencio, temible angustia cuyo desahogo parece ser armadura infranqueable de los amores abandonados, inmóviles en el fondo del abismo, dobles femeninos, espectros internos de un goce sin objeto que glorifica las rojas horas de un temblor iniciado entre rechazos y suplicio de lo que fuego fue. Mujeres suplentes de la madre, espejismos o fantasías, imposibles pero ciertas del deseo incestuoso, sólo autorizado en la apariencia, revelador del engaño narcisista inherente a los amores. Mito metamorfoseado en el arte, melancolía que se remonta al origen de las alucinaciones, inconstancia original, musical, cargada de disonancias.

Amor dulcineo que por principio tiene que ser incestuoso (como en la opera Tristán e Isolda), fuera de la ley, transgresor de la norma, enamoramiento, idealización, sensación que se descubre cada instante, como notas musicales recreando sinfonías que se firman y se deshacen, y son incompatibles con la ley al tener otros tiempos. Pentagrama musical, perdido en el frío tacto del rastreo epidérmico, deserotizado, alucinación palpable del frío masaje conyugal, legalizador y socializador de la pasión. Tejido de obligaciones diarias y estereotipos conformistas y resignados, y por tanto represivos y excluyentes de la magia, brujería, cachondeo.