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Los andares de Ricardo Yáñez
E

n su dispersión, que no diáspora, a la actual poesía mexicana –la que se viene haciendo en décadas recientes, la que se escribe y suelta por ahí ahora mismo– no le escasean poemarios y poemas brillantes. Más raras son las formaciones sólidas, los conjuntos que se pueden abrir donde caiga y encontrar versos bien logrados, poesía y punto. Entre las numerosas nuevas obras completas o reunidas de autores nacidos entre los años 40 y los 70 del siglo XX, que últimamente se publican con largueza, llama particularmente la atención Desandar, de Ricardo Yáñez (Fondo de Cultura Económica, México, 2014).

¿Qué es cantar/ si no saberse vivo para siempre?, concluía Ni lo que digo, su primera compilación de plaquettes, tiempo ha (ahora en Desandar). Su coloquial decir y cantar con chispa ya entonces fue apreciado por críticos y antologadores como Carlos Monsiváis; parecía fácil y se intuía que no tanto. Impecable mano la del orfebre.

Desandar: poesía reunida (467 páginas) se ofrece en orden aproximadamente cronológico, pero en todo el volumen no se registra una sola fecha y se dan muy pocas explicaciones. De hecho, ninguna. El lector entra sin muletas ni anteojeras, sin currículum ni fobias, sin envidias ni prejuicios, sin datos ni datas, y desanda con Yáñez una experiencia poética sin edad, sostenida y animada con el encanto de un melódico ritornelo. Se dice pronto, pero pocos, si alguien.

Los temas, pues sí, la poesía siempre va a lo mismo, como los sentidos y los cuerpos que la habitan: la vida el amor la muerte la soledad el esplendor del mundo las penas los amigos las heridas los adioses. Todo en ese dulce decir cantando que un siglo de brillante modernidad en verso libre y porosa prosa no pudo sepultar.

Es evidente que Yáñez ha bebido en los clásicos castellanos y en los mexicanos de valer la pena. Cuarenta años atrás echó a andar con ellos en plan de cuates, sin voltear mucho a otras fuentes (aunque el blues se asome), yendo sin tensión de las formas establecidas –romance, redondilla, décima o soneto– a la narración y el experimento formal. Sus referentes son claros, pero estamos ante la obra de un poeta fuerte (en el sentido que le da Harold Bloom en La ansiedad de la influencia). Él mismo es su principio y su final. No teme al idioma ni a la rima, al metro ni al centímetro (nunca da kilómetros). Un epígrafe de Sor Juana o una línea de Gabriel Zaid sustraída para un título inicial son un reto a las vencidas, un alegre nos vemos más adelante.

Si el propio Zaid en su ingenioso La máquina de cantar (1967) planteaba la posible imposibilidad de escribir sonetos frescos en castellano después de todos lo que se perfeccionaron durante medio milenio, los sonetos de Ricardo Yáñez (los de Versos dicen, en especial) contradicen ese cálculo con desenfado (como hacía Rubén Bonifaz Nuño en los tiempos de Zaid). Por ejemplo, esta pieza: No quiero ser feliz, nunca he sabido/ darme ese simple gusto: ser feliz./ Algo tiene mi voz de cicatriz/ no cerrada y muchísimo de olvido.// No de olvido de sí, de eso se acuerda/ y se avergüenza y mucho y no se adapta/ a la felicidad, que si la rapta/ (por momentos la rapta) la hace mierda.// No puedo ser feliz, dice el cantante,/ y yo no canto mal, pero no aprendo/ a siquiera cantar el mal que vivo.// No puedo ser feliz, según percibo/ me percibe el ajeno yo que mora/en este yo que sólo llora y llora.

Sellos suyos son el humor sublingual, el rápido dolor intravenoso, la soltura llana (Andaba triste/quizá sozinho/y hallé la piña/de tu cariño), la atención casi zen a las flores de la atmósfera (Caen los azahares,/se ensancha el aire) y los pajaritos que la subyugan, a la amplitud de onda del mundo (La sonrisa sonríe de su dueño), las dudas y dolencias que escaldan, cerca y lejos siempre de la infancia (En una cajita de oro/que al final fue a dar al río/iba todo lo que soy/al fin me quedo vacío).

Lo del canto en el caso de Yáñez no es sólo un decir. No traduce de ninguna otra lengua conocida, de modo que no se distrae de ésta, y cuando se arrima una guitarra nada le impide cantar: Ya con esta me despido/ mas no de tu corazón/ parece que me decido/ en acabando este son/ espero que en un descuido/ se me quite lo collón (en Papeles volando). Así como no teme a la forma, tampoco a la falta de ella. Si lo requiere, deviene circunstancial: Oí tu voz,/ a 600 y tantos kilómetros de distancia oí tu voz/ y todo fue clarísimo/ en el día más contaminado de la ciudad de México.

A pesar de su discreción y su nula estridencia, es uno de nuestros poetas más sociables. Generaciones de talleristas, pupilos informales y público en general podrán testimoniarlo. Si se quiere leer poesía y no cuentos hay que tomar el carril de Desandar y dejarse deslizar. Himnos no hay, pero qué tal iluminaciones veloces bajo una luz como de campos de Castilla, o al aforístico modo de José Bergamín: Del carrizal el río/ me llega a pájaros. Tantán.