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El primero de mayo y San Quintín
E

l primero de mayo, vieja celebración obrera hoy casi despojada de todos sus significados germinales, parece una reminiscencia de un pasado que se ha disuelto en la opacidad del puente laboral, filtrándose entre los rumores de la violencia y la frivolidad política del momento. ¿Es inevitable que la fecha desaparezca del calendario, al igual que el día dedicado a la expropiación petrolera o incluso el del natalicio de Juárez? Si nos atenemos a la disposición oficial, no cabe duda de que estos días de guardar ya no son lo que eran, aunque las razones para que esto ocurra figuren entre los más espurios razonamientos ideológicos del poder. Sin embargo, con una economía en continuo ajuste a la baja, a ningún observador hubiera extrañado este primero de mayo una fuerte respuesta del mundo del trabajo, la reacción esperada ante la caída de los salarios y la precarización, ilusamente olvidada tras la negativa a convertir el salario mínimo en una pieza de la recuperación general. Pero eso no ocurrió. Es verdad que a los partidos no les preocupa un sindicalismo libre y democrático si ello no les impide alimentar a sus clientelas electorales. Lamentablemente a pocos les interesa mostrar la íntima conexión entre la genética de la economía que induce al estancamiento y las condiciones de vida marcadas por la sinrazón y la decadencia de un orden político que no se atrevió a cambiar. En vez de promover un empresariado activo y audaz, se opta por un sindicalismo formal y manso que garantice orden y ganancias no compartidas. Se habla mucho (se actúa muy poco) contra la corrupción como el gran mal de nuestra sociedad, pero se olvida cuestionar el orden que la sustenta, las relaciones de poder que la permiten. Se busca aplicar la ley, pero ésta se modifica, como en la última reforma laboral, para poner a salvo los intereses de los privilegiados.

Por desgracia, hace mucho que el sindicalismo desapareció del mapa como una fuerza clasista capaz de hacerse presente en la negociación social, pues a las viejas prácticas del corporativismo histórico se sumaron las aberraciones del contratismo fantasma, la corrupción, vieja fórmula del entendimiento entre los factores de la producción, la renuncia por parte del Estado a cumplir con los principios constitucionales, desconociendo el derecho humano a un trabajo decente y remunerador, en fin, la asunción de toda la faramalla ideológica que acompaña al modelo capitalista en su pretensión actual de dinamitar los cimientos del estado de bienestar. Y la represión, jamás desaparecida. Hubo aquí y allá, es cierto, marchas, mítines y declaraciones de algunos sindicatos que no se resisten a perderlo todo, aunque el tono del momento lo dio la movilización de los jornaleros encabezados por los de San Quintín, que ha resultado tan inesperada como eficaz para mostrar hasta qué punto la agricultura de exportación globalizada descansa sobre la miseria de los más pobres. No es casual que entre sus demandas, el movimiento reclame un aumento salarial de 100 a 200 pesos diarios, un día de descanso a la semana, jornada laboral de ocho horas (reinvindicaciones que ya estaban contenidas en el programa de 1906 del Partido Liberal), la rescisión de los contratos de protección suscritos por las empresas con los líderes charros, así como la exigencia de un mejor trato por parte de los patrones y capataces y el fin del acoso sexual. San Quintín es un símbolo cuya existencia misma causa estragos en el discurso dominante que exige menos Estado –y menos derechos sociales– y nos ilustra sobre los extremos, los límites y los riegos de un país que sigue sin asumir que la desigualdad no es un tema circunstancial sino la constante que orienta y define sus perspectivas de futuro.

San Quintín nos obliga a volver al México profundo, a la realidad de una situación donde el derecho es una quimera y la violencia cotidiana suplanta la acción del Estado. Los jornaleros abandonan sus comunidades apremiados por el hambre, como recurso de sobrevivencia, situación extrema de la cual se aprovechan los enganchadores y los dueños de los campos donde viven míseramente familias enteras durante la temporada de cosecha. Laboran como peones de las viejas haciendas y plantaciones, que no han cambiado la naturaleza de las relaciones de trabajo y siguen apostando a no hacerlo, como lo prueba la resistencia de los patrones –amparados por sus vínculos con las autoridades– a ceder a las demandas que la movilización les ha planteado. No extraña que en este contexto la inspiración libertadora tenga uno de sus íconos en la figura de César Chávez, el gran organizador de los trabajadores rurales en el sur de Estados Unidos; tampoco sorprende que sea de las organizaciones del otro lado de donde provengan las más importantes muestras de solidaridad, habida cuenta que la trama de intereses unifica en una perspectiva binacional las esperanzas de todos ellos, abriendo un interrogante hacia el futuro.