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Nosotros ya no somos los mismos

La reforma de 1977

El misterio de un juez que, atinada o equívocamente, decidió fallar en conciencia

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La periodista Carmen Aristegui durante la entrevista de ayer con Blanche PetrichFoto Víctor Camacho
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or fin estás entrando en razón, Ortiz, me dijo. Lo hizo con esa voz sentenciosa propia de los habitantes de la cuarta o quinta edad. Tú tienes que darte prisa en contar las cosas que viviste antes de que se te olviden o, esa censura, contra la que no procede recurso alguno, caiga sobre ti: escritos posvelorio valen a la mitad. Lo que tengas que decir, dilo ahora (como en los matrimonios), porque en unos meses puedes, por encima de tu voluntad, estar callado para siempre. Ya encarrerado agregó: y, por favor, no dejes siempre las cosas en el aire: ¿la autoría, la responsabilidad de reforma de 1977 es de Reyes o de López? ¿Benefició al PAN, lo perjudicó o todo lo contario? Tu crónica, que dices apenas comienza, ¿cómo se relaciona con la decisión del juez Fernando Silva García?

Volteé a verlo con furia, presto a arrebatarle el pálido jaibol, como solía llamarles, el injusta y torpemente olvidado Pepe Alvarado, y gritarle que todo lo que preguntaba ya lo había dicho la semana pasada, pero uno no pelea con el mesero antes de que le sirvan la sopa, ni con quien, de un día para otro, será tu compañero de crujía en un modesto ancianato. Ramos Zúñiga, contestó de golpe: la concepción, diseño y operación fue de Reyes Heroles.

Aunque vale hacer alguna acotación. Para políticos, intelectuales, académicos, luchadores sociales de viejo y nuevo cuño, informadores y formadores de opinión, las ideas de la reforma de 1977 eran la única respuesta posible del Estado al estado de convulsión que prevalecía en el país, apenas a nueve años de la masacre de Tlatelolco y a seis del halconazo del 10 de junio. Y también a los graves enfrentamientos con la máxima cúpula empresarial neolonesa y con los señores feudales del noroeste del país. A López Portillo le urgía un control de daños a izquierda y derecha. A su impactante discurso de protesta como presidente, en el que pide perdón a la jodencia y más aún a la jodencia impaciente, que tanto nos cimbró a muchos y a otros, no dejó de preocupar profundamente, tuvo que seguir la, para mí, infamante designación de Luis Echeverría como embajador en las islas Fiyi. El obligado viajecito (boleto sencillo, por supuesto), de don Plutarco, el Jefe Máximo, me pareció menos ingrato que la honrosa embajada otorgada a don Luis en la República de Fiyi, compuesta por 333 islas. Con una que visitara al día lo tendrían ocupado todo el año. No tiene fronteras terrestres y los idiomas son inglés, fiyiano e hindi de Fiyi. Sus incesantes declaraciones, calcularon, no tendrían mucha repercusión.

La reforma del sistema electoral y, por ende, de la estructura de gobierno, era inaplazable, so pena de inevitables recaídas, cada vez más serias, de ese ya cincuentón régimen. La sociedad mexicana del momento, adolorida y asustada exigía respuestas y, parafrasendo al camarada Bob Dylan, the answer was blowing in the wind. RH era obsesivo compulsivo, so­­berbio, arrogante, vengativo, con más gatos en la barriga que la casa de Monsi. Afortunadamente: honorabilísimo, informado, de un IQ superior, de cultura enciclopédica. También un liberal, nacionalista, defensor acérrimo de la soberanía nacional, la rectoría del Estado y la laicidad, libre pensador, bebedor y fumón. La dupla LP y RH decidió ser mano en cualquier reforma impostergable al sistema de que eran parte y, juntos, movieron la cuna en 1977.

Los beneficios para el PAN fueron innegables. En 1989, tras 50 años de trabajo arduo, persistente y las más de las veces frustrante, conseguía la primera gubernatura. Ruffo Appel se convirtió en el primer gobernador panista de México. ¿En verdad le ganó a Margarita Ortega, candidata del PRI? El asunto merece una explicación que ahora resulta imposible de abordar. Los datos duros, sin embargo, nos dicen: después de la reforma de 1977, al PAN le bastaron 12 años para conseguir una gubernatura, ya vendrían bastantes más, y 23 para alcanzar lo inaudito: la Presidencia. Claro que como ellos mismos lo reconocieron: ganaron el poder pero perdieron principios, doctrina, razones, sus mejores banderas y sus más altos ideales. Perdieron también, en el camino, a mexicanos cuya militancia honraría a cualquier partido. Pienso obviamente en Efraín González Morfín (EGM), pero también en Gutiérrez Vega, Rodríguez la Puente o, más recientemente, en el maestro Bernardo Bátiz. EGM, en 1988 renunció al partido del cual había sido máximo dirigente y candidato presidencial, pues, como el papá de Felipe de Jesús, siempre consideró que la aceptación del dinero gubernamental era el mayor peligro para la corrupción de su organización. Y ya que lo menciono, no me resisto a contar la acción de este ciudadano demócrata y siempre coherente. EGM se oponía a la participación de su partido en la elección presidencial de 1970. En el debate interno su posición fue derrotada; sin embargo, su prestigio como intelectual y el reconocimiento que se tenía de su lealtad a la doctrina fundacional del partido, llevó al Consejo Nacional a designarlo como su abanderado en esa trinchera que no compartía. Con disciplina y lealtad, EGM asumió la encomienda que la mayoría le había asignado y realizó una campaña que cimbró a los ciudadanos, sobre todo a los jóvenes. Pienso que en esta elección se registraron ecos de la cruzada vasconcelista de 1929. Tengo dos cifras muy diferentes sobre los resultados electorales. Ninguna capaz de cuestionar el triunfo del candidato Luis Echeverría, pero ambas, expresiones evidentes del impacto en los ciudadanos, de la candidatura de un panista de a de veras: 14 y 19 por ciento de los votos emitidos. Y conste: no había acceso a la radio ni a la televisión. No había moches, chupes, canonjías, prebendas. O sea, un verdadero infierno para los partidos políticos: no gozaban de prerrogativas, generoso detallito constitucional (artículo 41), que milagrosamente logró multiplicar el número de ciudadanos dispuestos a entregarse a la ardua lucha democrática.

Era mi intención tratar hoy la participación de la izquierda en la reforma política, pero los sucesos de cada semana obligan a espaciar la historia y hacer lugar para comentar lo del acontecer cotidiano. Hoy (lunes) precisamente debe celebrarse la audiencia ya anunciada por el juez Fernando Silva, en la que resolverá el suspenso: otorga o no la suspensión definitiva a la señora Aristegui, con todas las, hasta hace muy poco tiempo, inconcebibles consecuencias: Carmen, contra la voluntad de MVS, podrá estar en el aire. Intentar fatigar la prospectiva (hoy domingo) es innecesario, arriesgado y engreído. Sobre todo porque no hay elementos mínimos para elaborar y validar hipótesis razonables. Mejor termino con una triste reflexión: ¿por qué en este país lo que más asombra es que un funcionario público cumpla su función con independencia y autonomía frente a los poderes económicos, religiosos o gubernamentales?

El fallo del juez Fernando Silva conmocionó al foro porque amparó a Lilipina (véase Gulliver en Liliput). El esperado y normal descolón legal a la señora Aristegui hubiera enfurecido a los de siempre, a los abajo firmantes (hasta en blanco), pero aun los más optimistas hubieran entendido. ¿A quién se le ocurre intentar exhumar los artículos 27 (después de 98 años de progresivo deterioro) o la modificación al sexto constitucional de 1977, virgencito todavía a sus 33 y tratar de darles vida plena en estos tiempos del Señor? El fallo fue tan inusitado que en vez de tratar de demostrar que los tratados y convenciones internacionales firmados por México no eran vinculatorios, sino simples wishful thinkings y que los artículos mencionados habían caducado por antigüedad o falta de uso, todos los ofendidos se centraron en un punto que consideraron crucial: el juez es hijo de un ministro del máximo tribunal del país que (conste que así hablan los abogados), para mayor abundamiento, acaba de presidirlo. Eso explica todo: el gato encerrado, usa toga y birrete. Surgieron explicaciones: a) desde pequeño, el juez fue un hijo de papá. Lo admiró, lo obedeció a pie juntillas. Siempre ha procurado seguir sus pasos (a pie juntillas está difícil). El fallo, obviamente, le fue consultado; b) no es cierto. El hijo detesta la dictadura paterna que históricamente ha padecido: o terminas tu cereal o no sales a jugar. Claro que vas a ser abogado, esa idea de estudiar para mimo es una locura, aunque a lo mejor te puede llegar a ser útil. Tengo otras muchas agudas e inteligentes propuestas y acepto toda colaboración al respecto. Resolvamos juntos el misterio de un juez que, atinada o equívocamente, decidió fallar en conciencia.

Depende de los resultados de hoy, veremos si vale la pena seguir con tan sesudos ­razonamientos.

Twitter: @ortiztejeda