Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Niños

D

e cariño le decíamos Panchis. Durante los años en que fuimos condiscípulas, sus apellidos la destinaron a ser la número 39, última en la lista de la clase: Zambrano Torres Francisca. ¡Presente!

Panchis fue la benjamina y única mujer entre los l7 hijos que su madre trajo al mundo. Excepto el primogénito, Antonio, todos esos niños vieron la luz por breves tiempo: meses, días y, en ocasiones, sólo unas horas: suficientes para que el fotógrafo captara el momento en que eran bautizados.

La aplicación del sacramento disminuía en los padres el dolor de la pérdida. Les aseguraba que sus hijos muertos tendrían la identidad necesaria para no perderse entre el inmenso coro de angelitos destinados a cantar hasta el fin de los tiempos las glorias del Señor.

Esos detalles son parte de la historia que Panchis nos contó un viernes de mi infancia en que, por fallas en el equipo de sonido, la celebración del Día del Niño se pospuso una hora. En todo ese tiempo, según indicaciones de la maestra Lucila, coordinadora de todos los festivales, tuvimos que permanecer en el salón para no disminuir el efecto sorpresa que nuestros disfraces –hechos en la escuela, con muy pocos recursos y en secreto– debían causar al público.

Ataviados de mariposas, flores, árboles, pájaros, catarinas, abejas, los elegidos para actuar nos asomábamos por las ventanas para ver hacia el patio donde, bajo un toldo hechizo, se congregaban abuelos, padres, tíos y hermanos mayores. Expectantes y sudorosos, con las cámaras listas, esperaban el momento de captar nuestra participación en un programa integrado por discursos, recitaciones, cuadros plásticos, bailables, monólogos.

Cada número estaba salpicado de revoloteos, trinos, zumbidos. Acompasar los rumores de la naturaleza significó horas de ensayo ante la implacable vigilancia de la maestra Lucila. Vestida siempre de azul-porcelana, tenía en la mejilla derecha un lunar prominente coronado por vellos rubios y gruesos como cerdas. Su simple vista nos hacía reír y nos despertaba un talento maligno.

II

A juzgar por los aplausos, el festival resultó un éxito. Los participantes, con las antenas gachas, los caparazones rotos o desplumados, sonreímos a diestra y siniestra ante las cámaras. Las imágenes retenidas en aquel momento nos llenaron de orgullo y ansias por verlas reveladas.

Años después, mirarlas en familia o entre amigos –lo digo por mí– eran motivo de terrible incomodidad. Me recuerdo exigiendo la destrucción de la foto en la que, disfrazada de catarina, sigo pensando que me veía espantosa. Mis padres nunca escucharon mi súplica. Sabían que con el tiempo esa foto iba a ser invaluable para mí.

Lo es. Cuando la veo me esfuerzo por recordar los nombres y apellidos de los compañeros que participaron en el Canto a la Primavera. (¡Un aplauso fuerte para el 4o. C!) Disfruto una sensación de triunfo cuando logro reconstruir la lista hasta llegar a Panchis.

Zambrano Torres Francisca. ¡Presente! Está en el ángulo inferior en la foto. Su vestido de tul, sus alas de mariposa cuajadas de diamantina, sus labios rojos, contrastan con su expresión desolada. Tal vez se haya debido a que en el momento de posar aún recordaba la historia que nos había contado durante la hora que permanecimos aislados en un salón de clase, esperando el comienzo de nuestro festival del Día del Niño.

III

Que Panchis nos hubiera revelado ser la última de l7 hermanos nos llenó de asombro, dio pie a comentarios y despertó una curiosidad nunca sentida hacia la compañera que ocupaba el último lugar de la lista. ¿A qué edad se casaron tus papás? ¿Qué se siente haber tenido tantos hermanos? ¿Cuántos viven? En serio ¿fuiste la única mujer?

Panchis respondió a todo con paciencia y una precisión que aún me sorprende. Sus padres se casaron a las siete de la mañana en la parroquia de su pueblo, cuando él, Joaquín, tenía 20 años, y ella, Dolores, l6. La luna de miel fue el principio del largo tiempo que la pareja se quedó en la casa paterna. De allí salía para vivir, de lunes a sábado, en el rancho del que Joaquín quedó encargado a la muerte de su padre.

El primer hijo nació al año de matrimonio. Llevaba el nombre de Antonio. Cumplidos los l7 años escuchó el primer llanto de Francisca y vivió lo suficiente para desplegar ante ella muestras de cariño y autoridad de hermano mayor.

En el tiempo que mediaba entre Antonio y Francisca fueron naciendo, con puntualidad anual, niños que sobrevivían muy escasamente. Panchis nos dijo sus nombres y las cortas edades que habían cumplido. Lo hizo como si estuviera repitiendo una lección. No me extraña: su madre insistía en hablarle de todo eso, una y otra vez, los domingos consagrados a acariciar la ropita y los mechones que les había cortado a sus niños antes de amortajarlos.

IV

Procuré reconstruir la historia tal como Panchis nos la contó, pero no descarto la posibilidad de haber omitido muchos detalles. En cambio recuerdo con absoluta claridad la expresión de Panchis cuando dijo: Me gustaría que mi mamá me acariciara como lo hace con la ropa o el cabello de mis hermanos. Ella dice que no están muertos, que son ángeles. Algo en el tono de Francis, que tampoco olvido, delataba su anhelo de morir y así conquistar las expresiones amorosas de su madre.

Ignoro si Panchis aún vive y si conserva la foto que nos tomaron aquel lejano Día del Niño. De ser así, espero que recuerde los nombres de quienes posamos junto a ella. Yo no he olvidado el suyo: Zambrano Torres Francisca. ¡Presente!