Opinión
Ver día anteriorDomingo 26 de abril de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Saber vivir
N

o sé si reír o llorar ante la colaboración más reciente de Clarisa Landázuri en La Voz Brava. Mi desconcierto o el debate que desató entre mi intelecto y mis emociones se presentó desde la primera frase:

“La razón por la que nunca he publicado mi poesía desde que de niña empecé a escribirla es que siempre he sabido que eso que registraba en palabras no era poesía. Sin embargo –sigue textualmente Landázuri–, han pasado las décadas y por lo visto no he logrado detener el impulso, que no es otra cosa, de seguir escribiendo eso, que puede ser todo menos poesía. Esta misma madrugada, por ejemplo, sin encender la luz alcancé el lápiz y la libreta sobre la mesa de noche y, con la destreza que dan tanto las buenas como las malas costumbres, anoté,

“Sólo existe el presente,
que fue pasado
y
que será futuro.

“¡Uno más de estos espontáneos dechados!, exclamé avergonzada. No sólo no es poema ninguno, ni emotivo y ni siquiera conceptual, sino que, para mi conocimiento, sin duda ha de ser una idea tan común que sería humillante firmarla en cualquiera de sus calidades. Firmarla haría de mí el blanco de la crítica más feroz que fuera capaz de hacer el lector de La Voz Brava, crítica que, por otra parte, estaría totalmente justificada.”

Según continúa la colaboración, Clarisa arrancó de la libreta la hoja con esas cuatro líneas escritas a lápiz y, después de arrugarla primero, aplanarla después y, finalmente, hacerla trizas y más trizas, bajó la cuesta que va del Café Bravo hasta la esquina donde cada mañana para el camión de la basura de Brava con la esperanza de ver si todavía alcanzaba a arrojar en el contenedor el poema que era todo menos poema, hecho trizas y las trizas hechas bola en el hueco de la palma de su mano, para que se perdiera entre el resto de la inmundicia y del desperdicio de todo tipo que los recolectores de basura mezclaban como uno solo antes de poner en marcha la trituradora que en su momento arrojaría la mezcla nueva sobre las anteriores que fueran llenando el fondo del desfiladero en las afueras de la ciudad, precisamente debajo de la profunda pendiente de una montaña sobre cuya cima se edificaba y extendía el selecto y esparcido conjunto de las casas más lujosas de Brava.

Aun cuando de lejos advirtió que el camión de la basura seguía ahí, Clarisa de todos modos se dio prisa para alcanzarlo y arrojar su carga en sus fauces, como podrían llamarse. Sin embargo, se detuvo, pues vio que, al pie de la cajuela abierta del camión, independientemente del hedor que el contenido despedía y del desbordante y colorido espectáculo que ofrecía a la vista, boca arriba sobre el asfalto yacía uno de los jóvenes recogedores de basura que forcejeaba con otro de sus compañeros, al que tenía encima, boca abajo, y que parecía querer mantenerlo indefenso bajo su peso y las gesticulaciones que ejercía sobre sus brazos. De no haber sido porque los jóvenes reían a carcajadas en medio de su lucha y, sobre todo, por la presencia de un tercer compañero suyo junto a ellos que, de pie, tomaba vuelo y se echaba encima de la pareja tendida en la calle, con todo su peso y con toda su risa, y que se levantaba y se desprendía del bulto sólo para volver a echárseles encima a sus compañeros, entre la risa y el clamor de los tres que indistintamente se pedían con insistencia Más y Otra vez, Clarisa se habría alejado de la escena, no sólo a toda prisa y asustada, sino con su nuevo poema antipoesía hecho trizas y más trizas en el hueco de la palma de su mano.

Al darse cuenta de que lo que había encontrado frente a sí no era un pleito callejero de peligro, del cual una mujer como ella debía huir y apartarse cuanto antes, sino, por el contrario, un juego, y un juego tanto más intenso por el contexto en que se daba, decidió quedarse ahí, atenta, y observarlo, aunque a cierta distancia, pero hasta no extraer de él, y de la situación, la mejor enseñanza que fuera capaz de desprender, operación que no tardó en llevar a cabo con éxito.

Aquí estoy yo, finaliza, inquieta por deshacerme cuanto antes de la evidencia de lo antipoética que puedo ser, lo que me ha ocupado y atormentado ya demasiadas horas de mis días y mis noches, cuando, mientras tanto, a unos pasos de mí, tres jóvenes recogedores de basura juegan y se divierten libres del hedor y de la naturaleza misma del meollo del trabajo que hacen para ganarse el pan y la vida.