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Fernando del Paso en París
D

e súbito me sales al encuentro,/ resucitada y con tus guantes negros. Lo último que me esperaba esa radiante mañana de finales de verano en París era encontrarme, cara a cara, con la emperatriz de México, Carlota de Habsburgo.

Como tantas otras mañanas de ese año, creo de 1988, atravesaba parte de los jardines arbolados, sus hojas pasando ya del verde tierno de la primavera al verde profundo y carnoso del verano. A veces, cuando no tomaba el Metro para dirigirme a la Casa de México de la Ciudad Universitaria de París (sede de las residencias de diferentes naciones con dinero para alojar a los alumnos de sus respectivos países), prefería subirme a un autobús y bajarme a la entrada del parque de extravíos de Montsouris con sus lagos, sus cisnes, sus sauces llorones. Parque a la inglesa: a diferencia del de Luxemburgo u otros jardines a la francesa, con su sumisión a podadoras y tijeras de jardineros, este parque da la impresión de una salvaje libertad con sus colinas, sus veredas, sus árboles y arbustos abandonados a su voluntad.

Iba a la Casa de México para terminar de escribir Gloria, mi segunda novela publicada. Este lugar se situaba, desde luego no en la biblioteca, sino en un ancho corredor, situado entre dos gigantescos ventanales, con vista hacia los jardines de uno y otro lado. Había mesas, sillas y, en ese lejano entonces, la posibilidad de fumar.

Muchas mañanas, al cruzar los jardines, me encontraba con Fernando del Paso. Intercambiábamos algunas palabras, siempre cariñosas como es su natural. Con Fernando no se puede sino ver al mundo como el más perfecto de los mundos.

Del Paso había dejado su confortable situación de periodista en Inglaterra porque necesitaba consultar las bibliotecas francesas para completar su información sobre Maximiliano y Carlota, emperadores tan efímeros, y paradójicamente duraderos en la memoria, de un sueño mexicano. Quimera que terminaría en muerte y locura. A veces, me estremecía ver a Fernando sumiéndose, poseído, en esa historia, dejándose envolver por sus insensatas pasiones, preso de sus fantasmas. Tranquilizaba saberlo apoyado en la sensatez de una mujer como Socorro. Quijote y Sancho, quién sabe cuál tiene razón en delirios tan distintos de ese enigma que es lo real.

Si una mujer tan realista como Socorro había aceptado que su marido dejara una situación estable en Inglaterra para venir a Francia en una posición más o menos precaria, en aras de una novela, fe compartida entre ellos, ¿cómo hubiese podido yo atreverme a dudar? Cierto, Fernando contó con el apoyo de Ramón Chao, director entonces de Radio Francia Internacional en español, quien le dio trabajo y, con ello, los papeles indispensables a una estancia legal en este país. Fernando se hospedaba, antes de ser nombrado agregado cultural y, luego, cónsul de México en Francia, en un ala independiente de la Casa de México, situada en un declive del terreno.

Una mañana, me crucé con Fernando. No como era costumbre. Era otro. Sin preámbulos ni advertencias, levantando los brazos como si fuera a volar o sostuviese con ellos la bóveda celesta, me dijo: “Yo, Carlota, emperatriz de México…”, declamándome el capítulo, quizás uno de los últimos de su novela, que acababa de escribir, poseído por los dioses, por sus demonios o por Carlota. No sé, pero poseído.

Sin explicaciones, se alejó adentrándose en una de las veredas. Dudé del lugar, del momento, de la realidad. También de lo imaginario. Fernando había llegado a sus confines.

La pintora Cristina Rubalcava me relató su reciente viaje a Mérida con Fernando, Socorro y Paulina del Paso. Fernando quería pisar la arena de las playas mayas. Muchos años antes, en París, le dijo extrañar el césped de Buckingham Palace. Con petulante osadía, Cristina logró escapar a la vigilancia de los Bobys y recortar un trozo de tierra y césped de ese jardín. Fernando, cuenta Cristina, lo sembró en los jardines de la Casa de México. Iré a pisarlo un día.

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