Hambre de conocimiento indígena

las ideas y las batallas de silvia rivera cusicanqui


Tlachiquero. Foto: Jerónimo Palomares

Quien esté familiarizado con el pensamiento y  la acción de la pensadora aymara Silvia Rivera Cusicanqui (Oprimidos pero no vencidos, 1989; Las fronteras de la coca, 2003; Violencias (re) encubiertas en Bolivia, 2010), la breve reunión de nuevos escritos suyos en Hambre de huelga (La Mirada Salvaje, Querétaro, 2014, 119 pp.) confirmará los motivos de cada quién para respetarla, temerla o detestarla. En sus cinco ensayos, uno de ellos muy gráfico merced al gran Waman Puma, se afirman las claves feministas y kataristas de la autora y su combativa interpretación de la teoría descolonizadora tanto en la academia como en el terreno de los hechos en su natal Bolivia. Pocas ocasiones nos encontramos ante un pensamiento que se irradie con tal pasión a las experiencias indígenas latinoamericanas de los años recientes. Como muchos otros en la región andina, no se traga del todo las reconstrucciones místicas de la identidad indígena, y tampoco los usos oficialista de “lo indígena” con fines de propaganda, cooptación u oferta turística. Habla desde un país donde las ejemplares luchas en décadas pasadas llevaron a un cambio de régimen y a la presidencia del primer indígena en el cargo. Rivera Cusicanqui no habla desde la derrota, sino de la línea de fuego de una crítica que insiste en ver más allá.

Desafía a la intelectualidad local, a la academia de matriz estadunidense (esa otra cara de la colonización), a ciertas políticas del evismo institucionalizado; también a los lugares comunes de la izquierda marxista, o bien la aceptación acrítica de términos como “pueblos originarios”. Reitera su afinidad con el pensamiento, para ella seminal, de Pablo González Casanova y sobre todo Fausto Reinaga, pensador fundamental del contemporáneo renacimiento aymara y quechua, quien reinterpretó el “ciclo largo de rebeliones” del katarismo en 1781 y renovó su vigencia. Rivera Cusicanqui sigue la huella de Reinaga hasta nuestros días, cuando rebrota “a la superficie en 1979 y 2000-2005, reiterando las tácticas y las formas de lucha simbólica de la gran rebelión”.

Atenta a luchas de autonomía y resistencia como el zapatismo, en particular en la línea que participa en la emancipación continental en curso de la mujer indígena, lleva su independencia intelectual a la tensa relación que sostiene con el mundo académico, al cual no obstante pertenece “como ave migratoria”. De ahí lo atendible de sus diferencias con ciertos académicos metropolitanos como Walter Mignolo y Catherine Walsh, quienes “han alejado la disquisición académica de los compromisos y diálogos con las fuerzas sociales insurgentes”, mientras han construido “un pequeño imperio dentro del imperio, recuperando estratégicamente” corrientes de estudios de subalternidad y “las reflexiones latinoamericanas de reflexión crítica sobre la colonización y la descolonización”.

Aprieta la cuña: “El término ‘pueblo originario’ afirma y reconoce, pero a la vez invisibiliza y excluye a la gran mayoría de la población aymara y quichwa”, y deviene “un término apropiado a la estrategia de desconocer a las poblaciones indígenas en su condición de mayoría, y de negar su potencial vocación hegemónica y capacidad de efecto estatal”. (Piénsese por ejemplo en los invisible jornaleros de San Quintín, o los barrios de migrantes indígenas en las periferias urbanas de México, Perú, Bolivia, Guatemala; o bien en los migrantes a Estados Unidos, Canadá o Brasil, siendo lo primero parte también del “colonialismo interno” ya descrito por González Casanova en 1969, y aún ahora papa caliente, incómoda para la industria académica “de-colonial” y de presunta “transmodernidad” de “los Mignolo”. No ignora “el papel de los intelectuales en la dominación del imperio”, y llama “a romper los triángulos sin la base de la política y de la academia del norte”.

“Los indígenas fuimos y somos, ante todo, seres contemporáneos”. En esa dimensión “se realiza y despliega nuestra propia apuesta por la modernidad”. Rivera nos recuerda: “El mundo indígena no concibe la historia linealmente, y el pasado-futuro están contenidos en el presente”. Se trata de “la revuelta y renovación del mundo, el pachakuti”, contra el mundo al revés del colonialismo. Lleva su método de análisis a la colonización ya ocurrida en los pueblos indígenas, no de ahora sino de siglos atrás. Ahí lo revelador de su ejercicio de “sociología de la imagen” y su lectura desde lo indígena de la obra gráfica de Waman Puma, primer cronista de la colonización, quien “a través de sus dibujos crea una teoría visual del sistema colonial” mediante una obra fechada entre 1565 y 1615 que retrata, en caliente, la historia de sus pueblos en proceso de sometimiento, con episodios como retablos de la historia del Inca y la vida cotidiana, de la introducción de catolicismo a punta de espada y la devaluación íntima de la identidad indígena.

El “trabajo” devino esclavitud, cuando antes no lo era. “En las lenguas andinas no existen palabras como opresión o explotación”, sino que se resumen en la expresión aymara de jisk’achasiña o jisk’achaña: ‘empequeñecimiento’”, la cual se asocia a “la condición humillante de la servidumbre”. Así interpreta la reiterada representación por Waman Puma de los indígenas como hombrecitos, en comparación con la estatura de curas, encomenderos y conquistadores.

La rebelión que encarna en el pensamiento de Rivera Cusicanqui no es nueva; es presente, en la senda de un presente que ha sido, y será si tal pensamiento prevalece, anclado a la vida verdadera de los pueblos de donde nace y desde donde se proyecta. Debe pues acrecentar su diferencia con las escuelas dominantes y los imperativos del Estado colonizado. Su reflexión sobre la hoja de coca versus el monstruo occidental de la “cocaína” como droga a combatir (buena para generar un negocio inhumano formidable) la confronta, en pleno siglo XXI, con las bibliotecas, los archivos y las memorias que se guardan, o no, en la institución académica. Su experiencia la lleva concluir que “las bibliotecas estadunidenses se han convertido en cementerios del conocimiento y los depósitos son el equivalente de extensos campos de fosas comunes y anónimas” de conocimiento negado por “un punto de vista eurocéntrico hegemónico”, que se auxilia en “una prosa contrainsurgente que moldea el conocimiento de sentido común del público y los medios”.

Por lo mismo, se opone al “clientelismo” de la academia más oportunista que bienintencionada como modo y moda de dominación colonial que se da “a través del juego de quién cita a quien” y “jerarquías” que conducen a los estudiosos a regurgitar “el pensamiento descolonizador que las poblaciones e intelectuales indígenas de Bolivia, Perú y Ecuador habíamos producido independientemente”.

Sus conclusiones se pueden discutir, pero no ignorarse. Llama sensatamente “a construir nuestra propia ciencia en un diálogo con nosotros mismos”, dialogar “con las ciencias de los países vecinos, afirmar nuestros lazos con las corrientes teóricas de Asia y África, y enfrentar los proyectos hegemónicos del norte con la renovada fuerza de nuestras convicciones ancestrales”. Descolonizar nuestras mentes, dejar de ser los hombrecitos empequeñecidos por la colonización incesante. “La alteridad indígena puede verse como una nueva universalidad que se opone al caos y la destrucción colonial del mundo y de la vida”.

Hermann Bellinghausen