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El único sonido roto que restaura
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Periódico La Jornada
Sábado 14 de marzo de 2015, p. a16

Esta fue la semana Charlie Parker. El jueves se cumplieron 60 años que expiró en el sofá de la baronesa Pannonica de Koenigswarter, muy divertido viendo en un programa de televisión a su admirado amigo Tommy Dorsey.

Carlos Cristóbal Parker (Kansas, 29 de agosto 1920-Nueva York, 12 de marzo 1955) vivió durante su breve existencia más vidas que cualquier otro ser humano.

En el libro Bird: The Legend of Charlie Parker, publicado en Nueva York en 1962 y reditado en Barcelona y publicado en México por Editorial Océano en su colección Global Rhythm Press, el biógrafo Robert George Reisner lo retrata:

Era un tipo de unos apetitos físicos desmedidos. Comía como una bestia, bebía como un cosaco y tenía la libido de un conejo.

Componía, pintaba, le encantaban las máquinas, los coches, era un padre cariñoso. Le gustaba bromear y reír.

Nunca dormía y aguantaba a base de pequeñas siestas. Se quedaba dormido a medio ensayo. Detenía las grabaciones de sus discos como alguien pone el freno de una locomotora que no frena sino después de algunos minutos.

Nadie amó tanto la vida como él. No le fue fácil acabar con aquel magnífico cuerpo de 35 años, que en las notas necrológicas de los periódicos apareció como de 65. En algo no se equivocaron los periodistas de aquel entonces: cuando dijeron que había muerto un hombre mayor, queriendo decir que había fallecido un sujeto con aspecto físico de más de 60 años, resultó que en efecto, había muerto un hombre mayor, un gigante de la música.

La discografía de Charlie Parker es inmensa. Que suenen sus discos.

Con su cuarteto, su quinteto, su septeto, con orquesta, con Dizzy Gillespie, con Miles Davis.

Suena el sonido roto de su saxo. Velocidades lúbricas. El sonido está tan roto, revolcado, mugroso, que de sus orificios salen volutas incandescentes. Una serie de volcanes rojos su sonido.

Salen bólidos impelidos por pistones invisibles, sopletes que escupen materias biliosas, aceitosas pero que en el trayecto antes de llegar a los oídos se convierten en flores. Sonidos tersos, íntimos, acariciantes.

La baronesa Pannonica, a quien Julio Cortázar llama Nica en El Perseguidor, la mejor biografía de Charlie Parker, narra así las últimas horas de Bird: había pasado a casa aquella noche antes de marcharse a Boston, donde tenía un concierto. Tenía el sax y las maletas abajo, en el coche. Lo primero que me chocó fue que, al ofrecerle una copa, la rechazó. Lo miré y me di cuenta que parecía estar bastante enfermo. Unos minutos más tarde empezó a vomitar sangre. Mandé llamar a mi doctor, que se presentó al instante. Dio que Bird no podía salir de viaje, y Bird, que mejoró momentáneamente, se rebeló y dijo que se había comprometido a dar aquel concierto y que no podía fallar.

El doctor Reymann se negó a firmar el certificado de defunción. Yo habría dicho que tenía sesenta y pocos años.

Suena la música de Bird.

Hablaba muy poco de su música:

La música nace de tu propia experiencia, de tus ideas, de tu sabiduría. Si no vives todo eso, no saldría nada de tu instrumento. Soy un músico devoto. La vida es una puta maravilla, si alguien se atreviera a darle una oportunidad. Dicen que la música es más fuerte que las palabras; dejemos pues que sea ella la que hable.

Suena su música.

Esta fue la semana Charlie Parker.

Su discografía, inmensa, está al alcance de la mano por doquier.

Si uno pone a sonar un disco suyo al azar, confirmará que cuando Karlheinz Stockhausen inventó la música intuitiva coronó una sucesión de descubrimientos de los cuales el gesto de concentración de Charlie Parker, su sonido roto que cura los males de la humanidad, es una forma moderna de la epifanía.

Salve, Ave, Bird, jardín de aves, Yardbird, Carlos Cristóbal Parker.

El autor del único sonido roto que unifica. Restaura.

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