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Gelman, la verdad sea dicha
H

oy, el primer libro póstumo de Juan Gelman (Ediciones Era, México, 2014), resulta sumamente peculiar aun para un autor dado a desconcertarnos, a provocarnos, a despertarnos. Sus casi 300 poemas digamos que en prosa (a estas alturas de la poesía moderna ¿qué es prosa y qué no?) pueden verse como una despedida de sus amigos y sus días, mas lo relevante está en el andamiaje del acto poético desnudado de casi todo, y en la palabra que ya no duele. Esto dicho de un poeta que del dolor supo tanto.

Con una rosa natural en la mano que sabe no saber, escribe, así posee el instante de la desposesión, adentro la pasión de afuera devuelta a su pasión. La forma expresiva implica exigencias casi heroicas y lleva a pensar en los métodos radicales del free jazz. Para Gelman, como para Ornette Coleman o Eric Dolphy, el azar nunca se quiere ir. No porque aquí se improvise, que se improvisa, sino porque se encuentra. Además, Mallarmé.

Sería reiterativo apuntar que no es un libro fácil. Cuántas veces se ha dicho tal de la escritura de Juan Gelman y es que, sí, pide atenciones especiales cuyo premio es la experiencia poética. En Hoy establece una forma en sí, como Ramón Gómez de la Serna elaboraba greguerías o Julio Cortázar transmitía cronopios. Pero donde éstos exploraban los alcances del humor, la comedia imprevista y el banquete de los rompecabezas, Gelman nos coloca frente a la imprecación, serena y triste, nunca vencida, contra lo que son la vida y los imperativos de pronunciarla. Otros libros suyos crean o duplican su propio género singular: las voces de Sidney West (1968-1969), los Comentarios y Citas (1978-1980), o mediante su otra lengua recobrada, el sefaradí, en Dibaxu (1983-1985).

Aun si no lo abandonan la pérdida, la indignación ni la crudeza, tampoco le faltan sus amores a lo seres, al mundo que los contiene, a la existencia misma. Y sí, a la poesía: Lo que hay que decir no está dicho y flota, en las marismas del estruendo mundial, les dice a Boris/Pushkin. En Hoy las palabras entran en un continuo de significados, una lleva a otra como a los monos las lianas de la selva, como a la música la respiración de las notas: La nada propia es invisible por más anuncios que le pongan. Tenemos hambre del secreto donde el dolor es de madera y se echa al fuego. Estamos huérfanos de cartas que no se pueden enviar. El poeta nunca se distrae, en la inocencia hay víboras, ni deja de precaverse contra la maldad sin fatiga de los buenos.

En su modo, la poesía de Gelman siempre es política, desde una posición no por clara menos imaginativa y original, a salvo del panfleto por mérito propio. O de la propaganda. Esas cosas de mala fama literaria. Y sin embargo denuncia que la eternidad es una idea violenta/capitalista/acumular futuro. En otro texto, el capitalismo se ampara en el oro ajeno y trabaja eternidades que no existen.

Tenemos al Gelman rebelde, a quien sublevan la injusticia y el mal. Desátense las furias del jodido para que el cielo cambie de color y crezcan las magnolias que nadie pudo imaginar. La pobreza se instala en la estructura del delirio y ministros de las cosas vacunan a los locos. Al lado de los derechos humanos del pasado sangran sin abrigo los derechos humanos del presente. La crueldad usa uñas buenas. Los agujeros del país los pintan con esmalte rojo y las instituciones felicitan de pie. No pierde de vista el canto recortado por extrañas tijeras/la progresión de la crueldad a mil kilómetros por dólar. En un puesto de honor, bestias legítimas usan la realidad sin advertencias.

Pero ni esto, ni las pérdidas que de veras cuentan (la infancia, los hijos, el padre, el amigo, el país), ni la certidumbre de que la vida entristece al comité central de la razón, le regatean la iluminación más rápida. El espacio siempre se le llena con la desobediencia de un gorrión. Se puede convertir en sí el mí del ruiseñor, eso se arregla. Además y por fortuna, haciendo eco a las tiendas de color canela del polaco Bruno Schultz, descubre que los almacenes de la sorpresa están llenos de cosas sin vender.

Cítese completo el poema CXLIII: En el miedo a la muerte la muerte no vale la pena. Los afligidos no interesan, ni los tullidos por amor, ni el portentoso ingenio de un verano. Importa la luz recibida en forma de entrañas para verse. La sensación del cuerpo que termina no vive en un rincón cerrado, crea su doble en estaciones impalpables y las alícuotas de pena sin notario. Una calandria ordena el fracaso de un fósforo apagado.

Otra que no descansa es la bondad del mundo. Arriba, carne, arriba, a nombrar lo que quiere ser nombre. Presa del arrebato casi místico de bautizarlo todo y a cada quién o cosa, el poeta sabe que el futuro no lo dejará mentir. La duda no lo vence, el escepticismo jamás lo alcanza: Un árbol trepa el pecho de los jóvenes con la sombra de lo que van a dar.

Todo esto sin duda, la verdad sea dicha.