Opinión
Ver día anteriorDomingo 15 de febrero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Sentada y descalza
L

o que más me interesa de la vida y el mundo es la persona, la persona individual. Cada quien, cada uno. En relación consí mismo o a esto o aquello de su universo particular. Por eso, como lectora y escritora me atraen tanto las biografías, las memorias, las autobiografías, los diarios, las cartas y, también, tanto la ficción biográfica y autobiográfica como el ensayo personal.

Por eso puedo ocuparme durante horas en estudiar, por ejemplo, una sonrisa hasta dar con una respuesta que me la explique. Casi siempre la dificultad reside en que para quedar conforme con la explicación, mientras tanto, habré tenido que encontrar en mí esa misma sonrisa y sus motivaciones. Y en el transcurso por lo general habré tenido que avergonzarme o, de uno u otro modo, revivir alguna experiencia dolorosa que, si yo no fuera como soy, habría dejado mejor olvidada en el fondo del baúl de mis recuerdos. De ahí que resulte tan difícil escribir una autobiografía valiosa, pues ser honesto es casi invariablemente doloroso. De ahí la vergüenza; pero de ahí, asimismo, la posible sonrisa.

Mejor ilustro con un ejemplo el preámbulo de estas líneas.

Entre mis permanentes y crecientes listas de quehaceres que atender, desde hace meses aparece la necesidad de encargar una plantilla para mi talón derecho, pues las medidas de por sí asimétricas que conforman todo par del cuerpo humano (ojos, orejas, manos, piernas, pies) en mi pierna derecha son tan irregulares que sin la prótesis, y si me descuido, cojeo. De modo que, por el desgaste natural, cada tanto debo renovar el talón. Y en esta situación me encontraba cuando el azar canceló mi tendencia a la posposición y me puso frente a un negocio de aparatos ortopédicos.

En el gran y lujoso centro comercial, el que digo resultaba ser un local pequeño y arrinconado, como si él mismo fuera consciente de la vergüenza y/o dolor con el que su cautiva clientela se ve forzada a recurrir a los servicios que estos comercios ofrecen. Sillas de ruedas, muletas, retretes portátiles, etcétera.

A pesar de que, tras darme ánimos y respirar profundamente para dominar las emociones y enfrentar la realidad con una actitud tranquila, y entrar lo más decidida posible a encargar la platilla que necesitaba, al ver que delante del mostrador me precedía una mujer alta, joven, guapa, bien vestida, me sobrevino tal inhibición que mi saludo fue apenas audible. La otra clienta me miró de arriba abajo con la misma desconfianza con la que calificaba yo la inoportunidad de la coincidencia del encuentro. ¿Por qué llegas tú antes de que yo me vaya?, habrá pensado ella al verme; ¿Por qué no te habías ido tú antes de que yo por fin llegara a encargar la plantilla que necesito?, pensé yo.

Quizá convenga insertar aquí un paréntesis. Cuando se me desgastó lo suficiente la plantilla que usaba y me deshice de ella, tenté al destino arriesgándome a ver qué me sucedería si, aprovechando las circunstancias, dejaba de usar dicha plantilla. Pero los dolores de espalda y hasta de cabeza que siguieron al experimento fueron prueba de que mi intento de prescindir de la plantilla era un error.

Lo cierto es que, inoportuna como sentí que le parecía yo a la otra clienta, con la voz menos temblorosa que logré emitir encargué al dependiente la plantilla que requería. Y me empequeñecí todavía más cuando a su vez el empleado me pidió que me descalzara para medir mi pie sobre la tabla adecuada. Sin embargo, en eso me echó una mano el azar a mí pues, mientras yo me sentaba para no acabar de perder el equilibrio en lo que el dependiente tomaba la talla de mi pie, de atrás de unas cortinas apareció otro empleado que, antes de tenderle a mi adversaria el producto –según lo llamó, un envoltorio del tamaño y volumen de una tibia y peroné largos, según deduje–, le pidió a ella que pasara tras el mostrador a firmar su tarjeta ante la caja registradora. De modo que vi cómo, cojeando de una manera tan evidente que ni la vanidad ni el aspecto saludable de la clienta podía disimular, mucho menos ocultar, se encaminó a firmar su cuenta detrás del mostrador.

El momento concluyente de este episodio tuvo lugar cuando ella, con su paquete bajo brazo, se dio la vuelta y, a manera de reconocimiento a un ser humano tan imperfecto, tan defectuoso como ella misma, me sonrió cálida, cómplicemente a mí, sentada y expuesta con el pie derecho descalzo.