Opinión
Ver día anteriorMiércoles 11 de febrero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El inframundo de la corrupción
E

l nombramiento de Virgilio Andrade como secretario de la Función Pública, y supuestamente encargado de investigar los contratos de las empresas que vendieron casas al presidente Enrique Peña Nieto, a Angélica Rivera y a Luis Videgaray, así como los reportajes de The New York Times sobre adquisiciones de propiedades por miembros de la clase política, bajo métodos nebulosos en Estados Unidos, colocan el tema de la corrupción y de la impunidad como una de las más grandes patologías del actual sistema político mexicano. Ante este cuadro de escándalos y pérdida de credibilidad, llaman la atención las resistencias en el proceso regresivo que se experimenta en el Senado en la elaboración de la ley reglamentaria en materia de transparencia. Mordiéndose la lengua, porque muchas empresas son irremediablemente corruptas en las licitaciones, los empresarios de Consejo Coordinador Empresarial expresaron su compromiso ético de inhibir, prevenir y, en su caso, denunciar actos de soborno, cohecho y mordidas que provengan de funcionarios públicos, y exigieron para este periodo de sesiones se apruebe la ley anticorrupción, pues México vive una de sus peores crisis en la materia.

Si bien la comprensión del fenómeno de la corrupción es relativamente reciente, tiene sus raíces en la génesis del ser humano. Ahí está el relato bíblico cuando la serpiente tentó con una manzana para convencer a Eva y boicotear así a Dios con un golpe de Estado. Muchos afirman que tal vez por nuestra pertenencia cultural a la religión católica, al contrario de lo que sucede en la protestante o incluso calvinista, nos acostumbramos a ser indulgentes con nuestras debilidades y pecados; nos invita a la condena y absolución en lugar de la expiación. Sin embargo, al contrario de lo que afirma el presidente Peña Nieto, la corrupción no es un lastre cultural, sino es una deformación del poder. Es la forma de ejercer, mantener y conquistar el poder que determina las características esenciales de la corrupción. Es decir, la corrupción es ante todo un trastorno político altamente contagioso. La corrupción se ha convertido es un sistema endémico; no son actos aislados, sino práctica casi habitual. Cuando los políticos y funcionarios en el poder se embolsan sobornos y privilegios, con el tiempo se acostumbran a la corrupción hasta el punto de considerarla práctica normal. El efecto que se produce es el daño o distorsión del sistema económico, así como la degradación moral. Podríamos señalar que actualmente México vive una crisis de moral pública por todos los señalamientos y escándalos o, como se dice con eufemismo, conflictos de intereses.

El fenómeno de la corrupción tiene muchas implicaciones, sobre todo en términos de la vida social, económica y jurídica. Pero sus efectos devastadores se centran en la dimensión de la ética social; es también causa y consecuencia del subdesarrollo, porque distorsiona el crecimiento e induce a la exclusión social. El enriquecimiento es considerado por los mexicanos, en especial los políticos, como el principal signo de distinción y superioridad social. La aristocracia del dinero es la única jerarquía reconocida. El dinero fácil es una tentación que, para la mayoría, es difícil de resistir. Incluso el poder se adquiere con dinero, más que con habilidad. El papa Francisco ha sido muy insistente ante la corrupción de los políticos, expresando que ante la mordida los políticos pierden la dignidad humana: Quien lleva a casa dinero ganado con la corrupción da de comer a sus hijos pan sucio.

Una vez conocidos los resultados electorales, escribí un artículo titulado: “ Atlacomulquización del poder como riesgo” ( La Jornada, 4/7/12), donde advertía sobre el conflicto de las imbricaciones, es decir, la política como vehículo para hacer grandes negocios, y los negocios como espacios que articulan a los políticos en redes de complicidades. En la experiencia mexiquense, la cual conozco muy bien, el motor del espacio político se basa en el sistema de lealtades que llegan hasta el extremo de la afinidad consanguínea. Los ciudadanos no existen; son súbditos, sometidos, al igual que los medios de comunicación, mediante gratificaciones abiertas o subterráneas. El sistema autoritario se sustenta en una burocracia tipo bonapartista, aceitada y disciplinada, que somete a los demás órdenes de gobierno, principalmente el sistema legal, a los intereses del Ejecutivo. De tal suerte que la interpretación de las normas, leyes y reglamentos deja intrincada una amplia discrecionalidad y condiciones favorables para crear grietas por donde la corrupción se infiltra. Un sistema en que ya no se pueden separar las manzanas podridas porque todo el canasto está contaminado. Es parte de la cultura política del grupo en el poder.

El problema de fondo es cómo superar la corrupción política. La cultura del ejercicio del poder provoca la proliferación de transgresiones, no como una degradación de los individuos, sino como condición estructural. Y esto afecta a la relación de confianza entre los ciudadanos y la clase política, por tanto, el buen funcionamiento del sistema constitucional en su conjunto. Si nadie decide luchar contra la corrupción, difícilmente podemos esperar que se autodestruya. Pero hay que evitar el fatalismo. No es del todo correcto afirmar que todos los políticos son corruptos ni una actitud de rechazo total al servicio público, porque genera el pesimismo y la resignación de que la corrupción es efectivamente una condición humana intrínseca y, por tanto, por más que hagamos, tardará generaciones extirparla. En suma, la corrupción campea en regímenes autoritarios o dictatoriales; por ello, la transparencia y el acceso a la máxima información son herramientas básicas que permiten a los ciudadanos revertir la democracia y regular las tentaciones de corrupción. Norberto Bobbio, en Il futuro della democrazia, Turín 1991, sostiene que la política tecnocrática impone que las decisiones sean tomadas sólo por unos cuantos con poder e información privilegiada, mientras la democracia supone que las grandes decisiones atañen a todos los ciudadanos. Requerimos una nueva cultura de la legalidad, precisamos de mayor contrapeso de organizaciones ciudadanas, iglesias y medios de comunicación que reviertan y denuncien la corrupción; pero sobre todo, debemos vencer la indiferencia.