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Cómo gané la guerra
M

uy de vez en cuando aparece una reveladora película biográfica sobre un genio incomprendido, adelantado a su tiempo, que evita los lugares comunes de la inspiración y el sentimentalismo. Esa película es Mr. Turner, del británico Mike Leigh, que por desgracia aún no se estrena en nuestras pantallas.

En cambio, la producción también británica El código Enigma, del noruego Morten Tyldum, se las arregla para recorrer todo el espectro de lo convencional. Esta biopic se centra en la compleja figura de Alan Turing, el brillante matemático inglés que, a principios de los 40, prácticamente inventó el prototipo de la computadora moderna, ayudó de manera significativa a la causa aliada durante la Segunda Guerra y fue perseguido hacia el fin de sus días por ser homosexual. Ciertamente había material para un poderoso drama pero ni Tyldum, ni su guionista Graham Moore han sabido aprovecharlo.

Narrada en tres tiempos diferentes, la película tiene como contexto la averiguación policiaca emprendida en 1951 por un detective (Rory Kinnear) a quien el protagonista (Benedict Cumberbatch) le cuenta su historia. El policía no ha localizado el registro de las actividades durante la guerra de Turing, precisamente por estar involucrado en un proyecto de máxima secrecía. El departamento de Inteligencia, conocido como MI6 –aquí representada por el buen actor Mark Strong– intentaba, con un equipo de matemáticos y criptógrafos, descifrar el código Enigma, con el que las fuerzas alemanas mantenían en secreto sus operaciones. Los intentos son vanos hasta que Turing es contratado. Siendo un genio excéntrico, el hombre les resulta antipático a superiores y colegas. Pero auxiliado por la única mujer del equipo, Joan Clarke (Keira Knightley), Turing consigue su cometido y construye una máquina, que él mismo llama una computadora digital (en uno de varios anacronismos de la cinta).

No podía faltar el momento en que a Turing se le prende el foco de manera casi literal. Durante una conversación de ligue en un pub, el científico oye unas palabras que le resultan reveladoras. De inmediato, sus ojos se nublan, la música casual es sustituida por la partitura in crescendo de Alexandre Desplat. La escena culminará con el gran hallazgo, con todo y apapachos de congratulación. El código Enigma es ese tipo de película.

Sin embargo, la historia es tan interesante que ni una dirección chata ni un guión didáctico la pueden echar a perder. Ya que se ha especializado en papeles de pedantes con poderes de deducción –Sherlock Holmes, en la serie televisiva; Julian Assange en El quinto poder (Bill Condon, 2013)–, Cumberbatch era el actor ideal para encarnar a Turing con una mezcla de superioridad, timidez y torpeza social. De hecho, el actor sugiere complejidades que la película no explora. Dado que la homosexualidad, perseguida como crimen en el Reino Unido de entonces, es una parte importante de su conflicto existencial, no merecía el tratamiento tan discreto y enclosetado que se le da.

Más afortunados son los flashbacks a su cuasi adolescencia, cuando Turing (Alex Lawter) descubre su amor por un compañero de escuela, que lo inicia en el interés por los mensajes cifrados. Su nombre, Christopher, será como el científico bautizará a su invento.

Al final de El código Enigma, los abundantes letreros aclaran datos que hubieran merecido ser abordados por la narrativa. Sin duda, resultaría más provechoso leer el libro Alan Turing: The Enigma, de Andrew Hodges, en que se basa la película.

El código Enigma

(The Imitation Game)

D: Morten Tyldum/ G: Graham Moore, basado en el libro de Andrew Hodges/ F. en C: Óscar Faura/ M: Alexandre Desplat/ Ed: William Goldenberg/ Con: Benedict Cumberbatch, Keira Knightley, Matthew Goode, Mark Strong, Charles Dance/ P: Black Bear Pictures, Film Nation Entertainment, Bristol Automotive. Reino Unido, 2014.

Twitter: @walyder