Opinión
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Votos por la salud de Pitol
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Pitol siempre le impresionó que la colombiana Milena Esguerra, esposa durante algunos años de Tito Monterroso y madre de la hija de ambos, María, le dijera una tarde que si él lo permitía, acabaría esclavizado hasta a un par de pantuflas.

Por eso él nunca se esclavizó a nada, ni siquiera a sus pantuflas aunque, claro, le encantaba el gran escritorio que se trajo como diplomático de Rusia o las pinturas que compraba en la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, pero hoy que se encuentra hospitalizado y sus bienes están en litigio, sería bueno recordar que Pitol siempre voló alto y que si escogió Xalapa fue porque la amaba.

Sus preocupaciones políticas hicieron de él un joven de izquierda.

Nunca ha sido un botín.

Hoy, vuelve a ser un niño sin padres, su tutela está en juego. Sergio siempre fue el capitán de su nave, su único problema, como lo dice Philippe Ollé Laprune, es el del lenguaje, pero Rodolfo Mendoza, su amigo y titular del Instituto Veracruzano de Cultura, entiende sus deseos con un solo pestañeo, como también lo hace Guillermo Perdomo Mendoza, su chofer hace 20 años. Ambos saben que Sergio nunca perdió su misteriosa, su especial vibración literaria.

El padre de Luis Demeneghi, su primo, fue su tutor porque Sergio perdió a sus padres cuando era un niño de cinco años y no sospechaba que se convertiría en un veracruzano admirable. Siempre quiso que su legado fuera para la Universidad Veracruzana. Recuerdo con gratitud que su editorial universitaria publicó Lilus Kikus y otros cuentos en Ficción, que él fundó. Toda su vida giró en torno a los cañaverales del ingenio de azúcar Potrero en el que trabajó Jorge Cuesta, recién casado con Lupe Marín.

Ahora en que el otoño ha llegado para la generación de escritores de los años 30, al legado de Sergio Pitol hay que atesorarlo, no disputarlo. Sergio, quien supo domar a la divina garza y reír a carcajadas con sus falsas tortugas y sus Marietas Karapetiz, se lanzaría fuera de la cama de hospital a bailar sin pantuflas un vals Mefisto al ver que su vida de viajes libertarios se marchita sin compasión cuando él mismo decidió que el sitio que más amaba es Xalapa, Veracruz.