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	 Barrio de Cite Soleil, www.wikiwand.com 
	    
	
	Fabrizio Lorusso 
	
	En abril de 2014, el World Food  Program –Programa Mundial Alimentario– lanzó una alerta sobre la crisis de  inseguridad alimentaria de la región norte-oeste de Haití. Sin embargo, en  lugar de funcionar como denuncia de las causas reales del problema o como  estímulo hacia el gobierno y la comunidad internacional para que intervinieran  y fomentaran la producción agrícola local, el aviso sirvió como excusa para llamar a mayores esfuerzos en las donaciones  desde el exterior. Entonces, se favoreció la llegada de productos importados.  Pasó lo mismo en 2010, tras el sismo que dejó 250 mil víctimas en la capital,  Puerto Príncipe, así como un millón y medio de personas sin techo. Todavía hoy, 140 mil haitianos viven bajo  carpas en los campos de desplazados.  
	“El país tiene  una necesidad desesperada de alimentos y de  asistencia para la nutrición”, remarcó en abril Peter de Clercq, representante de la MINUSTAH, la misión militar de Naciones Unidas para la “estabilización de Haití”. Hace décadas  que las peticiones lanzadas por alguna agencia internacional legitiman  respuestas que raramente persiguen los intereses de la población de los países  “asistidos”, sino más bien sirven a los objetivos de las multinacionales de la  solidaridad y del comercio, de las potencias económicas  y, asimismo, de las asociaciones religiosas foráneas. Pese a las  “ayudas”, en los últimos cuatro años el precio del frijol, del arroz y otros  alimentos creció cuarenta por ciento y se  multiplicaron las protestas populares, sobre todo en el norte, en el  distrito de Cabo Haitiano.  
	For Haiti With Love es un nombre que suena bien, aunque un poco cursi.  Es una organización cristiana sin fines de lucro que sabe aprovechar las  ocasiones que se abren tras cada crisis alimentaria y los pedidos de ayuda de  alguna institución internacional. “Para Haití con Amor” pidió a sus  simpatizantes un esfuerzo mayor en estos términos: “Tenemos que rezar  verdaderamente para que más gente se interese por Haití y ayude a compartir el fardo de las ayudas allá, pero la  ayuda financiera directa es lo que más necesitamos realmente justo ahora.” Así, paliando sufrimientos, tapando  alguna falla con alimentos importados y oraciones, la protesta social y la  inconformidad de los agricultores locales se va aliviando y los negocios pueden  seguir. 
	
  
     
      Fotos: haitigrassrootswatch.squarespace.com | 
   
 
    El país caribeño tiene una tasa de pobreza  del ochenta por ciento de la población, con un salario mínimo de 4.5 dólares al  día que muchas empresas no quieren pagar. Veinte por ciento de los niños padece  desnutrición, un millón y medio de personas pasa hambre y 6.7 millones tienen  dificultades para cubrir su necesidades nutricionales básicas. Los programas  asistenciales no han mejorado la situación y, por el contrario, han creado  dependencia. La prensa mundial tiende a presentar los problemas de Haití de  manera tendenciosa, extrapolándolos de su historia y del contexto neocolonial  en que se engendraron, como si la pobreza endémica, la deforestación, el  cólera, los daños de las catástrofes naturales y el arrebato de la soberanía  hubieran sido producidos por un pueblo inconsciente o por un clima adverso.  
	En cambio, se minimizan las  responsabilidades de gobiernos y agencias extranjeras que se reparten  donaciones, programas y prebendas, y de las multinacionales que dominan la economía de la isla. Lo mismo pasa con  el papel de la corrupción e ineptitud de la élite política nacional, aliada con  la de las potencias más influyentes en la historia  haitiana, como Francia, Estados Unidos y Canadá. Poco se habla de los  despilfarros y costos logísticos de las más  de 10 mil ong presentes en Haití que, en la mayoría de los  casos, constituyen más del sesenta por ciento de su presupuesto.  
	También la  militarización de Haití es un hecho incontrovertible y poco mencionado. La  comunidad internacional ha preferido invertir en misiones armadas,  prácticamente desde principios de la década de los años noventa del siglo  pasado, y no en el desarrollo y la democratización; baste recordar que ha habido dos golpes de Estado y miles de asesinatos políticos en los  últimos veinte años en  Haití. El territorio es ocupado por ejércitos extranjeros cada vez que hay  alguna crisis, como sucedió después del terremoto, cuando llegaron más de 20 mil marines estadunidenses, así como centenares de soldados de otros países. Además,  Haití es controlado permanentemente por una fuerza internacional, la MINUSTAH, que  desarrolla tareas policíacas y militares, fuera del control del Poder Ejecutivo  haitiano, que no cuenta con fuerzas armadas propias. 
	La injerencia  de milicias foráneas se ha justificado con la presunta violencia de las  ciudades haitianas y con los conflictos políticos internos que generarían  inestabilidad en toda la región. En realidad, el verdadero afectado por las crisis caribeñas es Estados  Unidos, donde reside cerca  de un millón de haitianos y se vive con miedo la reanudación de flujos  migratorios “no deseados”. Además, Haití no es un país violento: su tasa de  homicidios es de siete por cada 100 mil habitantes, mientras que el promedio del  Caribe es de diecisiete; en México dicho índice llega a veinticuatro y en  Honduras alcanza noventa y uno. 
	Farol  de la ONU 
	En la Asamblea de la ONU, en septiembre del año pasado, el presidente Enrique Peña Nieto  anunció la intención de que México participe en las Misiones de Mantenimiento  de la Paz de las Naciones Unidas que son aprobadas por el Consejo de Seguridad. Se enviarán contingentes civiles y  militares para integrarse a los Cascos Azules, lo cual es una novedad para la  política exterior mexicana y su tradición castrense no intervencionista. Ya hay  países latinoamericanos, como Uruguay, Brasil, Venezuela, Bolivia y otros  nueve, que mandan tropas al extranjero, bajo el control de la ONU y, asimismo, asignan personal civil y grupos de profesionales a  las misiones. Como parte de la comunidad internacional, las misiones apuntan a  la creación de “cierto estatus” para los países, más allá de las presuntas  “responsabilidades” o compromisos “morales” y “democráticos” que se enarbolan  para justificarlas. 
	La estrategia para generar “prestigio” manu militari,  aun en el ámbito de Naciones Unidas, y la política de “potencia regional  mediana” estaban detrás del anuncio presidencial, junto a la aspiración de  contar más en el concierto mundial y en sus instituciones,  y quizás ocupar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad. Hay  otros países, como Noruega, Suiza o Cuba, que prefieren elevar su “estatus” sin  hacer hincapié en las milicias o únicamente en los intereses de los “jugadores  globales” dominantes, sino que se ganan respeto con el soft power, el  poder blando, es decir negociando acuerdos de paz, intermediando en conflictos  armados, ofreciendo recursos, servicios e  instituciones en el exterior y generando confianza mediante su  imparcialidad o capacidad negociadora. Pero no es el camino que Peña Nieto  parece privilegiar. 
	
    Entre las diecisiete misiones onu en el mundo, en México se mencionó un caso específico para  arrancar: el de Haití y la MINUSTAH, ya que allí la  operación es “encabezada por países latinoamericanos”  y “México de manera natural tiene un lugar”, según dijo la exembajadora Olga Pellicer.  Cabe destacar que la MINUSTAH está bajo el mando  de Brasil y hablar, en este caso, de “misión de paz”, es un eufemismo. La  Misión en el país caribeño tiene tareas de policía y militares para el control,  mejor dicho “la ocupación”, del territorio. 
	Además de ser responsables de la epidemia  de cólera que ha cobrado casi 9 mil víctimas y producido más de 750 mil  contagios en cuatro años y medio, los cascos azules brasileños,  latinoamericanos y de otras regiones se han manchado  con crímenes y abusos a los derechos humanos desde su llegada en 2004  hasta la fecha. Por ejemplo, los perpetrados por las misiones de “pacificación”  en el barrio de Cite  Soleil a cañonazos, causando la muerte de decenas  de inocentes, para buscar a presuntos delincuentes y a seguidores del  expresidente Jean Bertrand Aristide, víctima de un golpe y deportado por  militares estadunidenses en febrero de 2004. Precisamente su expulsión forzada,  orquestada por la CIA y el International Republican  Institute de Estados Unidos y otras potencias hegemónicas en la isla, como Francia y Canadá, justificó la entrada del ejército  de la ONU en apoyo al régimen antidemocrático  (2004-2006) del presidente Alexandre Boniface y su primer ministro Gérard  Latortue, en el cual hubo 4 mil asesinatos políticos. Los cascos azules y la ONU tardaron casi tres años en reconocer su responsabilidad frente a  la epidemia de cólera, y el plan de erradicación de la enfermedad costará 2.2  billones de dólares. 
	La MINUSTAH ha tenido tareas positivas de protección de la población tras  catástrofes naturales y en momentos de conflictividad política, pero también ha  actuado como fuerza extranjera de control social, al margen de las decisiones  del gobierno local y al servicio de Estados Unidos, principalmente. Los  mecanismos, a veces perversos, de la cooperación internacional y las misiones  que desde hace más de veinte años, con nombres diferentes, han sido conducidas  por la “comunidad internacional” en Haití,  han tenido resultados controvertidos y dudosos, si no es que  desastrosos, quitando soberanía al país y provocando constantes protestas de la  población. México no ha participado en los asuntos militares y policíacos de  Haití, o sea la MINUSTAH, lo cual a todas luces, hasta la  fecha, ha sido una ventaja. 
	La  industria del hambre 
	Las alarmas sobre crisis  alimentarias acaban llenando los bolsillos de  productores e intermediarios estadunidenses, de agencias gubernamentales e “independientes” que administran el flujo de  alimentos y dinero. Haiti Grassroots Watch (HGW)  es uno de los pocos medios que informa cabalmente sobre esta cuestión, entre  otras. ¿Por qué Haití tiene hambre y este flagelo es más fuerte ahora que en  los últimos cincuenta años?, pregunta en un artículo en su página web. Los  representantes de la Red Nacional para la Soberanía y Seguridad Alimentaria (RENAHSSA) atribuyen al gobierno el empeoramiento de la situación, pero hace ya mucho tiempo que  economistas, agrónomos y expertos diseñan proyectos y ganan licitaciones, contratos y becas para supuestamente encarar  el hambre. 
	Los donantes dan billones de dólares en  “ayudas alimentarias”, “para el desarrollo” y la “asistencia humanitaria”, y  controlan programas de fomento que no tocan las causas estructurales del  hambre, que son al menos seis, según HGW:  1. La pobreza, la precariedad salarial y la privatización de todos los servicios; 2. El régimen de la propiedad  de la tierra, la falta de su gestión racional, la inexistencia de un registro y  el uso clientelar de la tierra; 3. El neoliberalismo, que impuso aranceles  bajísimos sobre los productos importados hace más de veinte años y causó éxodos  del campo a las ciudades, sobrepobladas y peligrosas, como también se vio con  el sismo de 2010, cuando murieron más personas en los barrios más poblados,  pobres y hacinados; 4. El aumento demográfico con producción agrícola  estancada, basada en técnicas obsoletas y abandonada por el Estado; 5. El  impacto negativo de la “asistencia”  internacional que actúa según coyunturas y emergencias, por sus propios intereses, fuera del poder del  gobierno local; 6. Las ineficiencias del mercado interno, los oligopolios de  los importadores de comida que mantienen altos los precios. 
	Según HGW, más del cincuenta por ciento de la ayuda alimentar  para Haití proviene de programas gubernamentales estadunidenses. Sólo una  pequeña parte pasa por el Ejecutivo haitiano, pues la mayoría es administrada  por agencias como el World Food Program y contratistas como World Vision, CARE, ACDI-VOCA y  Catholic Relief Service. Estas “importaciones” de bajo costo hacen competencia  o dumping a la  producción haitiana y generan recursos para las ONG. El  gobierno de Estados Unidos compra arroz, trigo, harina, aceites, pollo y  frijoles a sus productores, y luego los envía a las organizaciones que pueden  revender los alimentos y obtener efectivo para sus propios proyectos. La  industria del hambre es un gran negocio para el cual se crean mercados cautivos  en los países receptores de la ayuda, ahogando la expansión de la agricultura  local. También por ello el hambre es una plaga endémica que se relaciona con  los mecanismos de la cooperación internacional y la imposición externa de  políticas comerciales depredatorias. 
	  
	  Mary’s Meals Haiti. Foto: Angela Catlin 
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