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Mercería a pasto
P

arece fácil, pero no lo es, que una y solamente una anécdota marque toda una vida. Para que así suceda, el caracterizado por esa anécdota tiene que haber muerto, y otra especie de requisito es que debe tratarse de una persona ordinaria, pues la existencia de los célebres y los notables abunda en anécdotas, de modo que una única no puede abrirse paso entre la multitud y destacar como para caracterizarlos.

De no haber sido por la anécdota que voy a referir, Bajish Landy habría pasado a la historia como un inmigrante más, con su origen señalado, su destino, sus fechas de nacimiento, de salida, de llegada y de muerte, y nada más recogido en el registro de población o dondequiera que se acopie lo mínimo de una persona que existió en un momento dado en un territorio determinado.

Bajish pertenecía a una familia, ocupó un lugar entre sus hermanos y hermanas, fue el primogénito de la descendencia de la pareja tal, y si alguno de ellos hubiera llevado un diario, en él se encontrarían detalles de su infancia que hubieran hecho reír o llorar a los demás o particularmente a uno de los demás, pero no habría sido suficiente como para caracterizarlo, incluso en el limitadísimo universo familiar.

Bajish ni se casó ni tuvo hijos ni estudió ninguna carrera ni tampoco tuvo aficiones o talentos de ningún orden. Su aspecto no fue extremo ni en belleza ni en fealdad. Quiero decir que fue común y corriente tanto dentro de su familia como dentro de su grupo social. Asimismo, en una ocasión que sí aparece en la historia del país al que emigró, él no fue sino uno más de los que participaron en el memorable acontecimiento. Me refiero a la donación que hicieron los libaneses del Reloj Libanés, como muestra de agradecimiento a la hospitalidad con que México los recibió. La ceremonia tuvo lugar el 22 de septiembre de 1910 como parte de las celebraciones del primer centenario de la Independencia de la nación. Y si uno ve las fotografías del hecho y lee los pies, encuentra el nombre de Bajish Landy, y algún pariente que siguiera vivo podría identificarlo en el grupo, pero hasta ahí, y eso no es anécdota.

La historia de su papá no se podría caracterizar por una sola anécdota, pues aunque fue un excéntrico (siempre usó camisas y corbatas de seda blancas) y aun cuando fue distinguido por una orden en su país natal, no protagonizó un hecho definido y único que lo pudiera identificar de por vida. No se trata de referir la historia de la familia de Bajish, ni siquiera para empezar la de sus dos hermanos varones, pues entre otros motivos no encontraría en ellas una única anécdota que los caracterizara, no comparable a la que referiré de Bajish.

Se asoció con su cuñado y fundó con él la mercería Dibaco en el centro de la ciudad. Era una mercería muy grande, muy bien surtida y muy popular, diríase que próspera, en la que todo marchaba bien. Bajish ni atendía detrás del mostrador, pues para eso estaban los empleados, ni era el único que se ocupaba de la administración general, pues compartía esas responsabilidades y quehaceres con su cuñado, por no decir que su cuñado aceptaba que Bajish se sentara del otro lado de su escritorio en la oficina y platicara con él, taza de café libanés de por medio, un rato al día. El cuñado llegaba al comercio temprano, a primera hora, mientras que Bajish se asomaba por el lugar alrededor de las 12, pero en todo caso quien lo habría no era ninguno de los dos propietarios, fundadores, socios y cuñados, por más que los dos tuvieran llave y derecho a abrirlo, sino el empleado más antiguo de la mercería.

Y le tocó precisamente a él, el empleado de confianza, toparse una mañana con la novedad de que Bajish no sólo había abierto la mercería, sino que la había abierto al público, en el sentido más amplio de la expresión, pues se encontraba enfrascado en la acción de llenarse los bolsillos del saco, del chaleco y hasta de la camisa con los artículos que iba sacando de los cajones detrás del mostrador, así como los que alzaba de las repisas y estantes. Se llenaba los bolsillos de mercancía y salía a la calle a regalarla a quienes pasaran enfrente de él: hilos, tijeras, listones, encajes, lupas, alfileres, agujas, cuentas, chaquiras, dedales, panderetas...

Esta anécdota, o exaltación, terminó cuando su protagonista fue internado en un siquiátrico, en donde pasó los últimos 30 años de su vida.