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A la mitad del foro

Por los caminos del sur

Foto
Organizaciones campesinas marcharon para conmemorar los cien años de la toma de la ciudad de México por Francisco Villa y Emiliano ZapataFoto Guillermo Sologuren
L

os zapatistas del Ejercito Libertador salieron de Tlalpan. De Tacuba, los villistas de la División del Norte que se unieron a los de calzón blanco por el rumbo de San Cosme. Y más de 50 mil combatientes, todavía con el polvo del camino y rastros de pólvora, marcharon hasta el Zócalo y desfilaron frente a Palacio Nacional. Momento cumbre de la revolución popular y campesina; imagen del horizonte al alcance de la mano; encuentro de los de abajo, con Pancho Villa en la silla presidencial y Emiliano Zapata ansioso de volver a la tierra y a su combate interminable por ella.

Foto fija de un movimiento social, armado, incontenible. Deslumbramiento que anticipaba la sombra al dejar tras bambalinas a Eulalio Gutiérrez, presidente de la Convención. En la fotografía del sueño y la sencillez con la que Zapata dejó la silla del águila dorada para que se sentara Francisco Villa, domina la presencia, la mirada retadora de Rodolfo Fierro, junto a Otilio Montaño, herido, con la cabeza vendada y la vista perdida en espera del absurdo sacrificio.

Ayer, hubo marcha multitudinaria, seguramente de contingentes más numerosos que los del 6 de diciembre de 1914. Terca que es la realidad. Ineludibles la memoria y el rastro de la efeméride. Pero un cabezal de algún diario de ayer reflejaba la enorme distancia: 196 jinetes y 100 caballos, decía. No cuadran las cifras. No hubo marcha triunfal para conmemorar la toma de la ciudad de México. Hay duelo, desconcierto, disgusto y hartazgo. Hay desconfianza en los políticos, en los partidos políticos y en los tecnócratas que tienen el poder y no lo ejercen. En busca del imperio de la ley, de la fórmula mágica que reponga el estado de derecho, se dispersan y se confunden los que mandan: Impera el caos anarquizante y la oligarquía exige el fin de la violencia, no de sus causas, sino de sus consecuencias.

Se reunieron los patrones con el presidente Enrique Peña Nieto. Y en la foto oficial, sonríen desparpajadamente Ildefonso Guajardo, secretario de Economía; Luis Videgaray, secretario de Hacienda; Gerardo Gutierrez, del Consejo Coordinador Empresarial, y Francisco Funtanet, presidente de la Confederación de Cámaras Industriales, la afamada Concamin. Los cuatro en torno al Presidente de la República, quien se frota la manos con la vista fija en el gesto de Gerardo Gutiérrez. Orden y progreso decían los positivistas de la pax porfiriana, que los del común llamaban los científicos. La oligarquía exige poner orden y aplicar la ley. Dura lex sed lex, como si las protestas persistentes en verdad impidieran el flujo de capitales del exterior, la inversión pública y la de los consorcios mexicanos que se llevan su dinero al resto del mundo.

Pero el malestar político y social que aqueja a gobierno, patrones y ciudadanos, no es un capítulo más de las crisis recurrentes que padecimos ya más de tres décadas. A Enrique Peña Nieto le pasan la cuenta de los usos y abusos en complicidad del poder constituido y el poder de los dueños del dinero. En el subibaja de la transición y las alternancias las clases dominantes apostaron a la estabilidad en grado de coma inducido; capitalizaron la apertura del libre comercio y desdeñaron el mercado interior. La fijación con la democracia electoral, punto, sin adjetivo adicional alguno, con reformas estructurales y demolición de instituciones, condujo al abismo de la desigualdad aterradora, a la pobreza de la mitad de la población, con la hambruna a la puerta y la desesperanza impuesta por el desempleo, la falsa salida de la economía informal y el criminal outsourcing aprobado por autoridades obligadas a tutelar los intereses del trabajador.

Y la tenaz persecución del sindicalismo, con el agravante del apoyo de gran número de mexicanos de las bamboleantes clases medias, aliadas a los patrones que señalan a la corrupción de los dirigentes sindicales. Y las marchas en busca de desaparecidos, en las que a cada paso encuentran tumbas colectivas. Mal endémico el de la corrupción y la impunidad. Dos años de hacer política, concertar acuerdos y alcanzar la suma de votos necesarios para aprobar reformas constitucionales, dieron lustre y fama a Peña Nieto; excesivos elogios en los medios y centros de poder del mundo ancho y ajeno. Parecían darle tiempo para superar los obstáculos de los tropiezos iniciales y los errores cometidos en la red electrónica de la circulación feroz de voces anónimas.

Ayotzinapa expuso la complicidad abierta del crimen organizado y autoridades gubernamentales. Para quienes padecen despojos, secuestros, asesinatos del maridaje criminal, la complicidad alcanza niveles más altos. El gobernador Aguirre pidió licencia y de inmediato contrató los servicios de Fernando Gómez Mont, quien fue secretario de Gobernación de Felipe Calderón Hinojosa. Para colmo, el escándalo de la casa blanca. El lodazal del PRD hizo que Cuauhtémoc Cárdenas renunciara al partido. Carlos Navarrete y los Chuchos, como los perros de rancho, saben a quién le van ladrando y por qué. Piden la renuncia de Enrique Peña Nieto. Da grima. Pero hay iniciativas de ley en el Congreso, entre otras, las tendientes a remediar males ancestrales del sur y ofrecer posibilidades de desarrollo económico.

Difícil tarea: Meterse en Honduras. Pero además del envío de tropas y de policías federales a Guerrero, Michoacán, Morelos y Oaxaca, las medidas centralistas del programa de seguridad, orden y restauración del estado de derecho, hay en cartera inversiones espectaculares, indispensables, capaces de reducir el aislamiento, la dispersión de comunidades, la vieja injusticia social, caldo de cultivo de la ausencia del estado y de la igualdad. El viernes pasado llegó a Quintana Roo el presidente de Uruguay, José Mujica, quien, fiel a su espejo diario, diría que México era un Estado fallido. Después recordaría el viejo luchador al México refugio de perseguidos, entre ellos no pocos uruguayos que, como los españoles, mucho nos dieron, mucho dejaron en nuestra tierra.

Mujica y el gobernador Roberto Borge firmaron como testigos el Acuerdo de Cooperación y Amistad entre los municipios de Benito Juárez y de Punta del Este. Y de Cancún a Veracruz, porque mañana celebrarán la 24 Cumbre Iberoamericana. Tregua para Peña Nieto. Y ocasión de restaurar el lustre de la imagen internacional empañada por el crimen de lesa humanidad de Ayotzinapa y las titubeantes medidas en la hora de ejecutar las facultades que le otorga la norma constitucional.

En el sur debe estar la respuesta a la injusticia y la desigualdad. Hay norte en Veracruz, pero Javier Duarte ya cosecha lo sembrado; como Arturo Núñez, gobernador de Tabasco, que sabe de política y hace libros en la tierra de Garrido Canabal y de Pellicer; de la desmesura política y del verbo del poeta que decía: Voy a mi agua, cuando regresaba a su tierra. En Campeche vísperas electorales y los del PRI esperan a Alejandro Moreno Cortés, diputado federal, aspirante a gobernador. Oaxaca y Morelos en la duda: una sin mando y el otro con mando único.

Y en Chiapas, donde mañana rinde su informe de gobierno Manuel Velasco, la ira de siglos reflejada en las llamas que envolvían el cuerpo del campesino que se inmoló en Tuxtla Gutiérrez. Y la esperanza de la infraestructura anunciada. Sistema ferroviario que enlazará el mundo maya. Aunque en esta mala hora siempre hay el temor de una cancelación como la del tren bala chino.