Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 30 de noviembre de 2014 Num: 1030

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Verano e invierno
en Balkonia

Ricardo Bada

Patrick Modiano:
esas pequeñas cosas

Jorge Gudiño

Edmundo Valadés
y la minificción

Queta Navagómez

Seis minificciones
Edmundo Valadés

Halldór Laxness, un
Premio Nobel islandés

Ángela Romero-Ástvaldsson

Gente independiente
(fragmento de novela)

Halldór Laxness

Clamor por
Camille Claudel

Esther Andradi

Leer

Columnas:
Galería
Honorio Robledo
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


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Luis Tovar
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Los Cabos 3 (II Y ÚLTIMA)

La semana pasada se habló aquí, a propósito de dos filmes exhibidos en el Festival Internacional de Cine de Los Cabos, del “adelgazamiento, en casos muy concretos, de la frontera genérica, de concepción e incluso de realización, entre una historia documental y una de ficción.” Dichos casos concretos son En La Estancia, dirigido por Carlos Armella, y Navajazo, de Ricardo Silva.

De buenos engaños traicionados

Dividida en tres capítulos, lo cual indica una relativa –aunque no por eso menos clara– diferencia entre ellos, no obstante su obvia unidad temática y narrativa, En La Estancia cuenta lo que sucede en un pequeño pueblo abandonado a consecuencia de la imparable migración de sus antiguos habitantes, la mayoría de los cuales han tomado rumbo al norte, allende la frontera. El pueblo, llamado precisa e irónicamente La Estancia, fue en otros tiempos un beneficio minero y, como le sucede a la mayoría de este tipo de poblaciones, ha sido desairado tan pronto las vetas vieron agotado el mineral que se extraía. En él quedan, como únicos habitantes, dos hombres: un padre nonagenario y su hijo menor, ya entrado en sus cincuentas.

En rigor, los dos primeros capítulos podrían ser uno solo, puesto que la diferencia de enfoque es mínima, si es que hay alguna: un documentalista graba la vida cotidiana de este par de solitarios, consistente en poco más que sobrevivir a su propia y voluntaria soledad. Algo similar al “síndrome de Estocolmo” –por aquello de la empatía espontánea que puede suscitarse– ocurre entre documentalista y documentados, y esa es la causa que justifica el tercer capítulo, es decir, el retorno del documentalista a La Estancia, algún tiempo después. Hasta este punto la cosa marcha más que bien, pero entonces la proverbial puerca tuerce el rabo: de lo que parece ser una ficción muy hábilmente fabricada en formato documental, se pasa a una historia no sólo tirada de los pelos sino incongruente respecto de todo lo visto en los dos primeros capítulos. El resultado es un engaño hábil, pero torpemente traicionado, o quizá una docuficción tramposamente fallida.

De purezas imposibles

Ganador del premio especial del Jurado en el más reciente Festival Internacional de Cine de la UNAM, así como de un par de galardones internacionales, Navajazo despertó polémica desde su primera exhibición. A la manera de Toro negro, documental de 2005 –por cierto, codirigido por Carlos Armella–, la ópera prima de Ricardo Silva se vale de la deliberada difuminación de los límites que, se supone, tienen clara existencia y lugar entre una ficción y un documental. Sin tener un hilo conductor propiamente dicho, sino más bien compuesto por una serie de retratos de personas cuyas condiciones de vida, o bien el desarrollo de la misma, están cifrados por el hecho de transcurrir mayoritariamente en las calles, la unidad del filme radica sobre todo en la ciudad en la que fue realizado, Tijuana.


En La Estancia

La mayor parte del tiempo, Navajazo no va más allá de lo mismo que puede verse en infinidad de trabajos similares: las imágenes meramente de registro, testimoniales, del día a día de las personas retratadas. Sólo que Silva –como en su momento Armella y González-Rubio en Toro negro– no tuvo reparos en ir bastante más allá y anular de plano la distancia que, como supone cierta ortodoxia genérica, debe guardarse entre registrador y registrado, incurriendo así en lo que, de acuerdo con la opinión de algunos, es un claro abuso de talante ético, y para otros un error craso de concepción e incluso un defecto formal, ambos igualmente censurables.

Empero, a Navajazo le alcanza, dadas su fuerza visual y su hondo calado sociológico, para cuestionar y revisar –saludablemente, opinamos algunos– ciertas ideas tácitas en torno al documental mismo: ¿qué tan cierto es, desde siempre en el cine pero sobre todo en la actualidad, que el observador no influye en lo observado? ¿Hay “pureza” aquí? ¿Es posible –y sobre todo válido– esgrimir tal concepto si, como ya se sabe y para decirlo con una frase coloquial, nadie es un caballero cuando nadie lo ve? Es decir, si lo que se documenta es sólo una variante de cierta realidad concreta, entre muchas otras posibles, pero ésta claramente influida por el hecho de estar siendo documentada, ¿es erróneo, “reprobable”, antiético, ejercer dicha influencia inevitable, sólo que de manera consciente y deliberada? ¿No es, acaso, lo mismo que sucede con cualquier otro documental, sólo que de manera mucho menos evidente?