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Dicen que estoy loco
A

ños antes de que en 2013 dieran el Premio Nobel de Literatura a la cuentista canadiense Alice Munro (1931), una amiga mía puso en mis manos no sé cuál de sus libros con la recomendación de que lo leyera pues, me aseguró, como yo era del tipo de la narradora, sus cuentos me iban a encantar. Harta de que me incomode ser presa fácil de las artes persuasivas en general, y más de las que pretenden ser la expresión de quien me conoce tan bien que sabe cuál es mi tipo y por tanto mejor que yo lo que me ha de encantar, con autoadmirable buena disposición intenté leer el libro recomendado de Munro, sin que, a pesar de mis esfuerzos, lograra interesarme en él ni mucho menos llegara a encontrar en qué podría consistir para mí su encanto.

Y así se podría haber perpetuado la situación de no haber sido porque en estos días leí una biografía de Munro (publicada tiempo antes de que a ella le dieran el Nobel) en la que la naturalidad de la protagonista fue ganando mi simpatía a tal grado que pensé que ahora sí la podría leer en directo y quedar en efecto encantada con su narrativa, aparte de que de paso averiguaría en qué radicaba el tipo que, según mi amiga, yo compartía con Munro, pues me proponía aprender de él todo lo que pudiera.

Sin embargo, al enterarme de cuál había sido la lectura que Munro consideró decisiva en su propia formación de escritora, y al reconocer lo atractiva que esta revelación me parecía, opté por posponer todavía más la lectura de Munro y ocuparme antes de Emily, la de Luna Nueva, novela que se anuncia para niños y jóvenes, escrita por L.M. Montgomery, obra y autor o autora hasta ese momento tan desconocidos para mí que, dado el muy grato asombro que me causó conocerlos, me avergüenza admitirlo. L.M. Montgomery es Lucy Maud Montgomery (1874-1942), autora canadiense clásica, mundialmente famosa sobre todo por su Anne, la de Tejas Verdes, título que, diré en mi honor, al menos me sonó conocido.

Para que se entienda lo encantada que quedé con la lectura de Emily..., quizá sea suficiente declarar la más que probable barbaridad de que para mí resultó comparable con David Copperfield. Y una vez soltada la primera barbaridad, suelto la segunda: Emily..., sin dejar de ser para lectores en general, es señaladamente recomendable para lectoras, niñas, jóvenes, adultas o viejas que sean escritoras, que quieran serlo o que alguna vez hubieran querido serlo.

Se sobrentiende que de igual modo Emily... puede compararse con Jane Eyre. De cuantas características atribuyen los estudiosos a una buena novela, Emily, la de Luna Nueva las posee todas, protagonista y personajes complejos y memorables, fluidez y fuerza narrativa, suspenso, humor, trama, conflicto y conflictos comunes pero notablemente caracterizados, juegos en el punto de vista. Sin embargo, entre todas, llaman la atención ciertas innovaciones en la escritura que en este sentido, y con la excepción de Cumbres borrascosas, son sorprendentes para la época, y con mayor razón al surgir de la pluma de una autora, por no añadir que de una autora canadiense. Por ejemplo, la protagonista (que de grande quiere ser una gran poeta famosa) y una amiga suya, antes de los 10 años de edad, crean un idioma propio para comunicarse entre ellas en público, sin ser comprendidas por los demás.

Además, Emily, la de Luna Nueva me llevó a hacerme otra reflexión, quizá paradójica. Si el lector ignora por completo quién es su autor o autora, obviamente no se pregunta si la novela que está leyendo se trata de una obra autobiográfica; de modo que, por tanto, no le resta el valor que le restaría si lo fuera. Si el lector ignora por completo la identidad y los pormenores de la vida del autor o autora de Emily..., lo que lee es una ficción; se entrega por completo a la lectura de una ficción, a su misterio, a su verdad particular.

De Emily, la de Luna Nueva se desprenden principios vibrantemente bellos. Por ejemplo, en un momento dado Emily, la niña protagonista, pregunta a su tío, hombre mayor y peculiar, con no sé qué deformación física, al que acaba de conocer, por qué la gente de la zona donde viven dice que él está loco, que si fue por el accidente que tuvo, cuando de niños su hermana lo empujó y él cayó al fondo del pozo. “No –contesta él–; dicen que estoy loco porque soy poeta y porque nunca me preocupo por nada.”