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A la mitad del foro

La aterradora banalidad del mal

C

on perdón de Hannah Arendt y un renovado desprecio para quienes no entendieron el valor de la verdad y condenaron absurdamente su visión del juicio de Eichman y la miserable insignificancia del ejecutor del genocidio. Pero en la entrevista de prensa del procurador Jesús Murillo Karam se expusieron las imágenes y voces de los peones de los sicarios y jefes del crimen organizado. Todo lo humano les es ajeno. El chueco ordenó separar a quienes llegaron vivos de los muertos ahogados, asfixiados, matar a unos y arrojar a los cadáveres de todos al fondo del basurero en el que encenderían la hoguera que ardió 14 o 15 horas.

En el lugar de los hechos, como ordena el procedimiento penal, responden tranquilamente y aclaran dudas de quienes los interrogan: Los cargamos entre dos; yo los agarré de las patas; formamos un cerco de piedras y lo llenamos de llantas, plásticos, ramas; acomodamos los muertos como leños y fulano trajo gasolina o diésel para que el fuego consumiera todo... Bestialidad, dicen las notas periodísticas y las narrativas de la radio y televisión. Pero es mucho más que eso. O mucho menos: es la estulticia y la frialdad distante de los matarifes y sus auxiliares. Es la banalidad del mal. Los jefes callan, confiados en que los protegerá su complicidad con quienes detentan el poder político en todos sus niveles. Aunque vayan a prisión.

La violencia, el crimen, se multiplican y nutren en la impunidad, afirman analistas y sociólogos. Argumento irrefutable ante las cifras oficiales de denuncias, procesos y sentencias en proporción infinitesimal a la degollina cotidiana y la infinidad de fosas clandestinas que hay en todo el territorio nacional. Pero la desigualdad afecta, altera, impone dominio pleno en el goce de la impunidad. La desigualdad atroz en la que la mitad de los mexicanos sobreviven en la pobreza y el uno por ciento de la población acumula más del 90 por ciento de la riqueza. La cárcel es microcosmos del mundo exterior. Con dinero hay alojamiento de lujo, sirvientes y protección; los jefes de bandas de secuestradores o extorsionistas gozan del uso de celulares y abunda información sobre capos que celebran fiestas o salen del penal para disfrutar de la vida: ... no se castiga el delito, se castiga la pobreza.

Los padres de los normalistas muertos y desaparecidos (el procurador Murillo Karam precisó que mientras no hubiera pruebas científicas sigue tratándose de una desaparición forzada y la investigación sigue abierta) se niegan a aceptar que están muertos sus hijos, afirman que esperan el dictamen de los expertos argentinos; no confían en el gobierno. Eran policías quienes tiraron a matar y entregaron a los sobrevivientes del primer atentado al grupo criminal cómplice del presidente municipal de Iguala. Fue el Estado, acusan las pancartas en las multitudinarias marchas habidas en toda la República Mexicana y en casi todo el mundo de la instantaneidad. No se trata de tecnicismos, de la estructura del poder constituido.

Es la convicción de los mexicanos del común, de los mandantes. Para ellos, el gobierno es autor y ejecutor de la violencia y el caos anarquizante que, de acuerdo con Hobbes, se impondría sin la presencia del Estado. Viene de lejos la violencia despiadada, insensible que se ha enseñoreado del país. Y que ahora ha puesto en entredicho al poder constituido, al Estado, al gobierno de la República. Seis muertos y 43 jóvenes estudiantes desaparecidos en la patética exhibición de prepotencia, complicidad y estulticia municipal y estatal de Guerrero, con el agravante de la incapacidad del Ejecutivo federal para actuar de inmediato, más allá del respeto debido a las responsabilidades del orden local y el federal. Esto es, hacerse cargo de que el Poder Ejecutivo de la Unión se deposita en un solo individuo y éste ha de cumplir el mandato de todo el pueblo, de toda la República. No hacerlo, paralizó al México en movimiento y puso en la picota a Enrique Peña Nieto.

Los demonios sueltos en las redes sociales pudieron dar rienda suelta a las fantasías del poder de las verdades a medias y los llamados al golpe de estado de efectos voluntaristas. Creen que si multiplican en las redes los llamados a la renuncia de Enrique Peña Nieto se disolverán prodigiosamente el poder constituido y las fuerzas de poder real, el dinero, la Iglesia y el Ejercito: revolución y toma del poder por vía electrónica. En la disputa por el poder, donde subestimaron la capacidad de Enrique Peña Nieto para integrar el acuerdo de gobernadores que lo hizo candidato y lo llevó a vencer a la derecha mocha en el poder, no hay partido alguno que no haya sido debilitado, disminuido, exhibido con crudeza como cómplice por acción u omisión de la muerte de jóvenes pobres, normalistas rurales.

Nadie. Andrés Manuel López Obrador se cubre con el manto de la santidad, de la honradez atribuida por los miles y miles que siguen su liderazgo social. –Yo veo a muchos y me toman fotografías con muchos durante mi peregrinar político. Pero nadie me puede acusar de deshonesto, dice. Y así puede apoyarse en el torrente de las redes sociales y exigir a Enrique Peña Nieto que renuncie antes del primero de diciembre para que las elecciones de 2015 no sean de medio sexenio, sino para elegirlo Presidente de la República. Arden los rescoldos de la hoguera de Cocula y la banalidad del mal se extiende al ámbito de la cosa pública. La política y los partidos políticos han sido marcados con el signo de Caín, despreciados por la mayoría de los mexicanos, cosa que poco les importaría si no fuera porque el mundo entero comparte el rechazo y la condena sumaria.

Peña Nieto se fue a China. Pero al volver tendrá que convocar a un acuerdo nacional, a la auténtica recuperación de la rectoría del Estado de la que habló el primero de diciembre de 2013. El llamado hecho ante los empresarios de la Canacintra se tradujo de inmediato en propuesta de un pacto. El abuso del término agotó su eficacia a partir de las invocaciones al Pacto de la Moncloa, así como durante la exposición de vanidades y ambiciones, de ausencia de principios y ostentosa exhibición de concertaciones en venta a lo largo del triunfal proceso de reformas constitucionales. Después de Ayotzinapa, el titular del Poder Ejecutivo ha de proponer y precisar el rumbo, los objetivos y alcances del acuerdo; conducir, asumir el liderazgo sin ceder a la tentación de imponer su voluntad o ceder al halago palaciego de los sicofantes.

No hay alternativa. El liderazgo es función del jefe de gobierno, sea cual fuera el régimen imperante. Pero Peña Nieto ha de ejercerlo con pleno cumplimiento a la separación de poderes y al régimen federal. No lo hizo en Michoacán, donde impuso a un comisionado, un jefe político de cuño porfirista, que de inmediato asumió poderes absolutos al designar procurador de Justicia y secretario de Gobierno. Poderes que todavía ejerce, por cierto. En Guerrero, en cuanto Ángel Aguirre solicitó licencia, el Congreso local nombró gobernador interino, pero el mando efectivo lo ejercen los designados por el Poder Ejecutivo de la Unión.

Se acabó el juego de abalorios de la transición en presente inmediato y la alternancia de partidos en el poder. El fuego de Ayotzinapa no se apaga sin cambiar a fondo el sistema de justicia. Y habrá rebeliones fuera de las redes sociales si no encontramos pronto el modo de abatir la oprobiosa desigualdad que impera.