18 de octubre de 2014     Número 85

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Un trío de afrodescendientes
en Michoacán*

Álvaro Ochoa Serrano El Colegio de Michoacán. Centro de Estudios de las Tradiciones [email protected]

La escuela pública mexicana, aparato del Estado, ha dejado en el tintero el tema afro sin terminar, casi ágrafo en los programas oficiales de enseñanza. Desde el siglo XIX se han exaltado los vestigios materiales antiguos en los libros de historia, sin tomar a los indígenas vivos en cuenta; menos a los actuales. Esta discriminación afecta al afrodescendiente, pendiente, sin presente ni pasado continuo en las páginas de los textos escolares.

Tampoco se comprende a los afrodescendientes en los conteos de población. Y aún más, la omisión niega la raíz transterrada de África en personajes notorios de la historia patria. La Secretaría de Educación Pública olvida las contribuciones de hombres y mujeres de piel oscura a la cultura vernácula, las aportaciones en torno al habla popular, a la comida, a la curación médica, a la música y a la charrería; todas ocultas bajo el manto restringido del mestizaje.

José María Morelos y Pavón. El ejemplo más familiar, cercano al final del periodo colonial, es el del insurrecto José María Morelos y Pavón, quien nació en Valladolid, Michoacán, en 1765, si bien en la partida bautismal se asienta que es criollo, retoño de europeos. El historiador conservador Lucas Alamán manifestó sus prejuicios en Morelos, quien “por ambos orígenes procedía de una de las castas mezcladas de indio y negro, aunque en sus declaraciones se califica él mismo de español”.

En el proceso montado al prisionero Morelos en 1815, el fiscal dejó entrever el ascendiente del acusado, “atendiendo a su baja extracción”. Pedro Pérez Pavón, bisabuelo materno del combatiente al régimen de España, en su testamento despeja esa oscuridad al haber nombrado a José Antonio Pérez Pavón, su hijo “habido en mujer libre”, como beneficiario de una capellanía (un beneficio eclesiástico) que fundó. Beneficio que su bisnieto había aspirado a disfrutar con el fin de ingresar en el seminario para ser sacerdote.

Morelos libró el requisito de demostrar “pureza de sangre” en el seminario de su natal Valladolid, pero la partida bautismal del abuelo matero sería la clave para aclarar la “baja extracción” mencionada por el fiscal. Ese es el aún hipotético nexo al parentesco africano de quien intentó terminar las distinciones de castas en su proyecto de nación independiente, plasmado en la Constitución de Apatzingán en 1814.

No está de más traer la imagen humana del generalísimo en el baile y festín de la jura constitucional que recuerda el cronista Carlos María de Bustamante: “El grave y circunspecto Morelos, aquel hombre cuyas miradas aterrorizaban a sus enemigos (…) dispuso su natural mesura, y cual otro Epaminondas que en el dulce solaz de sus amigos toca la flauta y los recrea con su sonido, éste, vestido de grande uniforme, danza en el convite (…)”.

Melchor Ocampo. Para 1861 los conservadores agredían al reformador Melchor Ocampo, quien participó en los debates de la Constitución de 1857, carta laica y liberal que encendió la ira conservadora. Ocampo elaboró leyes en 1859 que terminaban con el predominio político del clero católico, amén de que éste perdiera el control de panteones y la matrícula de nacimientos, matrimonios y defunciones.

Vale repasar la biografía del reformista. El médico y antropólogo Nicolás León aseguró que Ocampo había visto la luz primera por una verdadera casualidad en la Ciudad de México en enero de 1814. Sustentó su dicho al encontrar el registro bautismal de un criollo expósito, “José Telésforo Juan Nepomuceno, Melchor de la Santísima Trinidad”, en la Parroquia del Señor San Miguel Arcángel. De ahí que, agregando una paternidad misteriosa, siguieran la conseja varios historiadores; cobijada tal incógnita en una adopción por parte de la dueña de una propiedad rústica en Pateo, en el oriente michoacano, Francisca Javiera Tapia.

Fernando Iglesias Calderón, deudo muy cercano de Tapia, sostuvo que Ocampo no fue hijo de ella, sino ahijado, infante que ella recogió en su hacienda. En Obras completas de don Melchor Ocampo (1985, tomo primero), en una nota a pie de página, el editor Raúl Arrreola Cortés reveló que Ramón Alonso Pérez Escutia había encontrado en el archivo parroquial de Maravatío el acta afín a un retoño de indio y mulata, nombrado José Telésforo Melchor, nacido el 5 de enero de 1810. Todos, vecinos de Pateo.

Este testimonio coincide con la descripción que hiciera de Ocampo un prisionero estadounidense, Corydon Donnavan, quien, capturado en Camargo, estuvo en Morelia desde diciembre de 1846 hasta principios de mayo de 1847. Escribió: “Durante los primeros dos meses de confinamiento, se nos ocupó en la (composición) de la Reimpresión de ordenanzas de la ciudad de Valladolid (Morelia)”, durante los cuales tuvimos la fortuna de ser visitados por el gobernador (Melchor Ocampo), quien supervisó la publicación. Destaca entre los mejores hombres de México y fue candidato a la Presidencia en las últimas elecciones. Ocampo tiene alrededor de 38 años, un poco bajo de la estatura promedio, aunque robusto. Su fina facción aceitunada pareciera más oscura de lo que en realidad es, debido a la negrura de su cabellera, de la cual caen rizos alrededor de su cara y de sus expresivos y chispeantes ojos negros”.

Ocampo estudió derecho en la Universidad de México en 1831. Pero abandonó la carrera en 1835 para administrar la parte de Pateo, herencia de la señora Tapia, que transformó en la finca Pomoca.

Entre 1841 y 1844 Ocampo elaboró un Idioticón (vocabulario, diccionario). Allí nombra y subraya cambujo: “Aplicado antes al hijo de negro y mulata o mulato y negra; era la casta más despreciada./ Cuando se aplica a las mulas o a las gallinas, significa, de las primeras, color obscuro uniforme, y de éstas, pellejo negro”. El mismo Ocampo en otra obra, en un relato de la época insurgente, Aventuras, manifiesta “desprecio a los criollos” y “discriminación a los indios”.

Ocampo fue electo diputado por el distrito de Maravatío en 1842 y 1845. Gobernó Michoacán durante la guerra México-Estados Unidos (1846-1848). Desempeñó otras responsabilidades en el Senado 1848-1850; fue secretario de Hacienda (1850-1852), y gobernador de nuevo en 1852. Desterrado por el gobierno tirano y central, partió por el muelle al norte, en diciembre de 1853. De puño y letra:

“Ya me voy, pues me lleva el destino
como la hoja que el viento arrebata,
de una patria, aunque a varios ingrata,
bien querida de mi corazón.
Ya me voy a una tierra distante,
a un lugar donde nadie me espera,
donde no sentirán que me muera,
ni tampoco por mí llorarán”.

Se mantuvo atento a las circunstancias mundiales y del país. En condiciones adversas, sobrevivió a su exilio en Nueva Orleans. Y no permaneció indiferente a la esclavitud en la tierra del Tío Sam. En 1854 fue benefactor del Institut D’Afrique, Societé internationale fondée pour l’abolition de la traite et de l’esclavage. Fue miembro de ese instituto el también mexicano Juan N. Almonte, hijo de Morelos.

Ocampo regresó del destierro a México en 1855 y apoyó el movimiento en contra del dictador López de Santa Ana. Fue secretario de Relaciones Exteriores en el gobierno de Benito Juárez y, siendo jefe de gabinete en 1859, redactó leyes que favorecieron a la sociedad mexicana. Retirado de la vida pública, Ocampo fue asesinado por resentidos conservadores en junio de 1861.

Tras la intervención francesa y el imperio de Maximiliano, en los gobiernos republicanos de Juárez y Lerdo, durante la administración de Porfirio Díaz Mori (1876-1911) continuó la apología del pasado prehispánico en los textos escolares. Guillermo Prieto en Lecciones de historia patria, refería la conquista española y los estragos de la viruela entre los aztecas o mexicas, “importada a nuestro suelo por un negro”.

Lázaro Cárdenas del Río. En pos del tema afro, acudimos a una escuela pública de Jiquilpan, Michoacán, en el primer decenio de 1900. Ahí asistía Lázaro Cárdenas (crío apapachado en 1895) quien recuerda que la hermana de su papá le vio leer la biografía de Benito Juárez y al reconocer la imagen en el libro, ella exclamó: “Ese indito es de los nuestros”. Cárdenas señaló en sus Apuntes que la tía Ángela había heredado del abuelo paterno “la sangre y la fisonomía indígena”, en tanto que su padre Dámaso “reveló más las características del origen criollo de nuestra abuela Rafaela Pinedo de Cárdenas”.

Al parecer, en el hogar de los Cárdenas, como en la mayoría del entorno social michoacano, permanecía sólo la distinción entre blanco, criollo, indio y no indio. La alusión a negro o prieto era de quien se expone mucho al sol, no del esclavo traído de África. Tal discurso blanqueado corría en la nación por medio del registro civil y de la escuela.

En la era colonial novohispana, Jiquilpan tuvo habitantes “indios, mulatos, mestizos y españoles” ocupados en la agricultura, ganadería, en tejer una pequeña industria textil y en comerciar en “tiendas mestizas y tendejones”. Rastros de dicha sobrevivencia los proporcionó el funcionario Ramón Sánchez en el Bosquejo estadístico e histórico del distrito de Jiquilpan, resaltando aún la presencia africana hacia 1896, esparcida en toda la región.

“y particularmente en la hacienda de Guaracha, hombres de raza negra, aunque ya muy mezclada con indígena y blanca, sabiéndose que a fines del siglo pasado fue traída una colonia del Congo. Entre las mujeres hay bonitas cuarteronas”.

A finales del siglo XVIII despunta información de Mariano Cárdenas, cuya existencia documenta el archivo parroquial de Jiquilpan. El mulato Mariano Cárdenas, pequeño comerciante, encabezó una familia que sufrió sobresaltos por la guerra de independencia en medio de ataques dirigidos a la hacienda de Guaracha. No se sabe mucho de Mariano, sólo que, al enviudar, sepultó a su mujer Manuela Bautista “en primer tramo con misa, vigilia, cruz alta, ciriales y dobles solemnes” el 14 de agosto de 1813. Su hijo, José de Jesús Eluogio se matrimonió en 1828 con María Gertrudis Mejía, mulata, hija del mestizo Luciano Mexía y de la morena Juana Morales.

Elulogio y María Gertrudis procrearon a los mulatos Francisco Matilde, María Victorina de la Soledad, José Antonio y Eulogio.

Francisco Matilde Cárdenas Mejía trabajó tierra ajena, tejió rebozos y comerció textiles en los poblados vecinos. Casó en abril de 1856 con Rafaela Pinedo. La boda ocurrió cuando había tocado fin la distinción de “ciudadano, indio y mulato” en los libros eclesiásticos.  Eulogio, el hermano, participó en el imperio de Maximiliano, combatió a Juárez en 1870; en el bando cristero estuvo contra el régimen de Lerdo. Por su tono de piel, a Eulogio se le creyó oriundo de Guaracha.

El primogénito de Francisco Cárdenas y Rafaela Pinedo despuntó a la vida en 1857, pero murió a los pocos días. No así Guadalupe Francisco, nacido en 1858, el día 11 de diciembre –día de San Dámaso-. José Sóstenes no perduró “ni cuatro días” en 1860. Dos años más tarde, nació Juana María de los Ángeles, la tía Ángela, y Lázaro vio la luz en 1866, quien muerto trágicamente heredaría el nombre al futuro sobrino.

José Lázaro nació en mayo de 1895, criatura de Dámaso; su madre, Felícitas del Río, originaria de Guarachita. El sostén de los Cárdenas del Río descansó en el pequeño comercio y en la artesanía lugareña. Lázaro Cárdenas del Río gobernó provisional y constitucionalmente Michoacán, fue presidente de la República de 1934 a 1940, y manifestó dignidad a la tradición mariachera.

El Hombre de Jiquilpan murió en la Ciudad de México en 1970. Su nieto homónimo, gobernador de la tierra de Juan Colorado en 2002-2008, va pa’ delante con la senda afro casado con una caribeña.

*Resumen de ponencia presentada en el X Coloquio de Africanías,
realizado el 26 de septiembre en el Museo Nacional de Antropología.

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