La hora del horror ¿municipal?

La masacre de estudiantes indígenas en Iguala el 26 y 27 de septiembre reviste una gravedad extrema, aun para un país como el nuestro con tantos y tan severos síntomas de enfermedad y deterioro. Mutilado y en poder de políticos y millonarios irresponsables, corruptos, mentirosos, nuestro México doliente conoce ahora un nuevo tipo de dolor, un brutal avance del horror.

El crimen es racista en primer lugar. Los “ayotzinapos”, como los designó coloquialmente un funcionario local antes de echarse a correr como prófugo de la justicia que él representaba, suelen ser despreciados y temidos por la población mestiza de Guerrero, especialmente de Iguala. Comerciantes, profesionistas, políticos, policías, burócratas y clases medias ven a los indios con rechazo. Como en todas partes, ni que tuvieran la exclusiva. Sus vidas y sus muertes son percibidas como fáciles y baratas, más ahora que llevamos años cargando miles de muertes gratuitas, noticias para arruinarnos el desayuno o desgraciarnos la vida de un momento a otro.


Detalle de Los otomíes (el amate y el maguey).
Mural de Diego Rivera

El indio puede venir en cualquier presentación: maestro, campesino, policía comunitario, cargador, migrante, chofer, comerciante, artesano, dirigente social, autoridad ejidal... estudiante. El sistema les tiene declarada una guerra de exterminio a todos. Lo mismo si se rebelan que si no. Y por eso vuelven a rebelarse, oportunidad que aprovecha el sistema, no para escucharlos sino para golpearlos más.

La obvia participación del crimen organizado en los “hechos” (expresión impoluta del presidente Enrique Peña Nieto) no descarga de responsabilidad al Estado; de hecho la incrementa, dada la relación no por reiterada y común menos escandalosa, de que el sistema político (partidos, funcionarios del nivel que sea, fuerzas de vigilancia y seguridad) está vinculado con agrupaciones criminales, las cuales representan solamente una forma más de hacer negocios en el actual neoliberalismo donde unos y otros se sienten tan cómodos; pueden incumplir ciertas leyes, pero nunca las del mercado. Hoy no se gobierna, los poderes hacen negocios. La guerra misma es parte de un esquema de expansión e inversión.

La masacre de Iguala es un crimen político. Que la mano ejecutora sea basura del PRD es irrelevante; ayer eran del PRI, y sus seguidores y secuaces mañana lo volverán a ser. La orden de desgraciar a los muchachos de Ayotzinapa no se explica como “locura” de un sicario encarrerado. Devela una situación social y una clase dominante harta de los indios levantiscos en cualquiera de sus presentaciones, y si “ayotzinapos”, peor. Y es un mensaje elocuente a los pueblos, municipios y comunidades indígenas de Guerrero y otras entidades de donde llegan jóvenes a la Normal Rural agredida (los “afectados”, del eufemismo presidencial). A los me’phaa, na’ savi, amuzgos y nahuas de la región, cuyos hijos son alumnos de Ayotzinapa. A la de por sí asediada Policía Comunitaria de la Montaña y la Costa guerrerenses. A los defensores de derechos humanos. A los maestros democráticos. A las organizaciones indígenas y campesinas independientes.

Ahora, abiertamente, la represión incluye un nuevo socio: el aparato de matones, violadores, secuestradores y extorsionadores que llamamos pomposamente “crimen organizado”. Resulta ya inequívoca la asociación policías-criminales. Y sería estúpido pensar que se trata de un problema municipal del Guerrero bronco, o de unos cuantos vivales incrustados en un ayuntamiento. Contra lo que fabrican el discurso oficial y sus ecos mediáticos, la masacre los desnuda a todos, a los “buenos” y a los “malos” (como lo veían los panistas en su Disneylandia), se hacen trabajitos unos a otros todo el tiempo. Necesitamos recordar cuán conveniente resulta para mineras y desarrolladores turísticos la actuación de paramilitares, bandas armadas, policías al servicio de quien los contrate para permanecer agazapados como fuerzas del orden. El orden, la seguridad, la administración de justicia, la protección de los ciudadanos. En manos de ellos.

Como la de Acteal, la masacre de Iguala es de trascendencia nacional, y por ende escándalo mundial. El “tamaño” de una masacre no sólo se mide en el número de víctimas directas e indirectas, por más que cada vida perdida cuenta, y aunque medios y funcionarios tiendan a diluir, falsear o trivializar las cifras y el fondo de los acontecimientos, sobre todo las papas calientes como ésta. Toda vida humana es sagrada (aunque en México nos quieran convencer de que vale madres). Los crímenes masivos abren grietas terribles por las cuales, pese a nuestro dolor y nuestro espanto, se cuela la luz y los vemos a ellos tal cual son: delincuentes con fuero y poder. Acteal fue parte orgánica y calculada de una guerra “de baja intensidad” que salió del escritorio presidencial, en una situación de contrainsurgencia diseñada por profesionales, dirigida a un “enemigo interno”: la rebelión zapatista y su entorno. Aquellos caídos eran familias de unas cuantas comunidades vecinas. Sus asesinos (con entrenamiento, respaldo y encubrimiento de soldados federales, policías estatales y municipales, y la tolerancia del gobierno estatal) eran hermanos, primos o vecinos suyos, convertidos en un arma letal, “desde dentro”. Ése fue un caso flagrante de crimen de Estado.

Lo ocurrido en Iguala es un agravio con muchos destinatarios. Un disparo de grueso calibre cuyas balas expansivas impactan blancos múltiples, algunos imprevisibles. Los estudiantes vivos, fallecidos y “desaparecidos” (un ser humano no desaparece, según sostienen los defensores de derechos) son hijos y hermanos de gente que lucha y lo ha hecho durante generaciones. Gente que, a diferencia de los gobernantes y los ricos, no se asocia con los grandes consorcios llamados cárteles del narcotráfico y el sicariato profesional. Gente que, ahí donde la ven, defiende la propiedad social y comunal, la educación pública, sus lenguas, el territorio y la dignidad, inagotable en ellos.

¿Mano negra en Iguala? ¿Ejemplo palmario de la “trivialidad de mal” que encontró Hannah Arendt en los verdugos nazis? Manifestación horrible de la debacle moral que permite que un cuerpo de policías y ministerios públicos acate órdenes para liquidar a decenas de estudiantes revoltosos y tirarlos al basurero, de por sí lleno de cadáveres de la temporada actual de cacería humana. Fosas de la vergüenza nacional en caminos con olor a muerte, en tierras donde el silencio quiere mandar. Ahora la muerte ha chocado con la Normal Rural de Ayotzinapa, escuela de individuos libres y concientes, comprometidos con el cambio social y la resistencia de sus respectivos pueblos.

No nos engañemos, la matanza “municipal” que nos quieren vender (ah que alcalde tan cabrón) no es mera nota roja triple A, sino señal de alerta, un llamado. Además de provocación, es una demostración: el poder en México es criminal. Con su evidencia hemos topado. Nuevamente. ¿Y ahora qué?