¿Quién quiere matar al presidente?


Flor de vida, 1943, óleo sobre fibra dura. Frida Kahlo

Florentino Solano

La última vez que miré a don José Aguilar fue ocho días atrás, cuando lo fui a visitar para la reunión de ahora. Cuando lo vi llegar me reconforté mucho porque él es como el patriarca de la comunidad y también es el único principal flexible a las ideas nuevas, ya sean mías o de los más jóvenes de la comunidad. Me acerqué a él y lo saludé con todo el respeto que un anciano de 80 años se merece. Los demás también habían llegado ya, sólo hacía falta don José para comenzar la reunión. Todos lo saludaron y él se sentó en un banco escolar que estaba al fondo del único salón de clases. Y antes de que yo diera entrada a la reunión y justificara el por qué los había convocado, don Felipe Martínez se adelantó:

–¿Yachi  kí ni chun ké kanú ndu vaxi ndi, mástro?

Yo le dije que si me dejaban hablar avanzaríamos más rápido. Entonces no me quedó más que decirles el motivo: que teníamos que matar al presidente municipal.

–Ñani mástro, ni ké ndo kún kuki’ví kún —dijo uno de los principales.

Y antes de que todos comenzaran a decirme lo chalado que estaba y cuestionarme sobre si había tenido alguna caída y golpeado la cabeza contra algo duro o me había enfermado como para pensar tal idiotez, yo levanté más la voz imponiéndola sobre la de ellos. Y les comencé a explicar que el presidente ya tenía dos años en el ayuntamiento de Metlatónoc y que ninguna ayuda nos había mandado durante todo ese tiempo. Que era injusto y que estábamos en todo nuestro derecho de quitarlo del ayuntamiento si así lo queríamos. Les recordé todo lo que nos había prometido cuando pasó por el pueblo en época de su campaña y que hasta matamos una vaca de don José que nadie pagó.

–Sakán  kañu va ké ni ya’a kumi ná Tia uvi ra ká’ana chi ndomingo ña una kii káta’an na ku’un na ka’ni va ná ra Pisirente chi ko va’a vi ndie chikára xi’ín ñu na chi, ra ñaka ké kana yu ndó’o ra ¿a va’a tú na ndakin ta’án yo ra ná ku’un tu yó yó’o va, chi xa niya’a ní xana xin’yo. A saá túvi ndó.

Varios dijeron que no les importaba si el pueblo de Dos Ríos quería matar al presidente o al gobernador, que cada pueblo estaba en su derecho de hacer lo que le placiera a sus habitantes. Pero que los del pueblo de Xakundutia no iban a manchar sus machetes con el presidente, al menos de que el presidente mandara a matar a alguno del pueblo. El resto permaneció en silencio y atento. Yo volví a explicarles que un pueblo callado y resignado era un pueblo oprimido y explotado, y que debíamos hablar por lo que nos pertenecía por derecho. Que debíamos reclamar. Además hacían falta muchas cosas en el pueblo. Les recordé que necesitaban una banda de viento para sus fiestas, que necesitaban una escuela con más maestros ya que yo solo no bastaba para atender a todos los niños de la comunidad, que hacía falta una clínica con un doctor en el pueblo para atender a tantos enfermos, sobre todo a los pequeñines que se enfermaban mucho de los  pulmones. También les dije que otros pueblos estaban recibiendo fertilizantes como apoyo del gobierno para mejorar la cosecha del maíz. Pues total que uno a uno fueron aceptando la idea de que el presidente sí les debía mucho y que, como yo explicaba, estaban en su derecho de reclamarlo. Por último, les recordé que a mí me daba igual si aceptaban mi propuesta o no porque al fin de cuentas yo no iba a durar toda la vida en ese pueblo pero que ellos sí.

–Ra a va’á tú ná kun yo kan vi va yó xín ra xaa tákúndie káchun, mástro. Ña túvi yuu  ra saá va ke’sa yó —dijo un joven llamado Braulio.

–Ra sána ni va kó, Brálio —contestó otro—, a ndaka’ándo xa kuaa ní ichí xá’án ra mástro Itia Ta’nu xin tutu ña ka’an yo xa’a ndi’i ña kúmani ra “Kuandíni ndo chi ña chindié tandi xín ndo ra chindié tan’va ndi” káchina su’va ra xa uvi ndixa va kuiya kuaan ña vichin, ra tú yaya ná kundeyó ra táká ñu yo kue ndi’i kuiya va.

Y así comenzaron a hablar todos, unos apoyando a Braulio para que fuera una comisión a hablar con el presidente municipal por la buena y otros apoyando la idea de ir a matar al presidente porque cuántas veces no había llevado ya solicitudes y nada de respuestas.

–Ra tú ná kacho ka’nio ra yuvi ñá ra, ¿nixa késa yó chi íyo ní na yuvi ndiára. Ama ví kíxi nu ná taxi na yaa yo xín tuxií vechún tu? —preguntó don Felipe Vitervo.

Yo le contesté que si apoyaban la idea de matar al presidente, iríamos todos e iríamos dispuestos a todo. Eso significaba que si alguien se interponía en nuestro camino hacia la presidencia, simplemente lo quitaríamos del camino. Además sería fácil porque el presidente no se lo esperaría y todos sabían que cualquiera carga un arma a plena luz del día en Metlatónoc, que eso no era novedad por lo que nadie sospecharía de nuestra intención. Inmediatamente unos comenzaron a darme por loco otra vez y a decirme que no estaban dispuestos a arriesgar su vida.

Todos hablaban y el ruido era insoportable, pero cuando vieron que don José Aguilar se levantó del banco, se fue apaciguando el alboroto rápidamente. Se quitó el sombrero y habló. Dijo que a él le hubiera gustado ir a la escuela y que le hubiera gustado aún más que cuando su mujer se enfermó la hubiese atendido un médico y de haber sido eso posible quizás ahora estuviera viva. Y que si de veras había escuelas, clínicas, carreteras y todo eso que yo les contaba, entonces Xakundutia también tenía derecho de tener todo eso para sus habitantes. Y después de eso volvió a sentarse en el banco. Hubo un largo silencio antes de que alguien preguntara por armas. Yo les dije que tenía unos amigos que nos prestarían dos escopetas y un revólver.

Ichi va ké sakuá’á ibá yu yu’u tin ra ña yo’o ké kuni yu kuin xín va ndó —dijo Braulio empuñando su machete.

Yo les dije que así era. El que tuviera machete que llevara  machete y el que tuviera arma que llevara arma. Después de eso se fueron saliendo del salón sin despedirse de nadie. Don José fue el último en salir y antes de tomar camino cuesta abajo, me dijo que él mandaría a alguien a Dos Ríos para informarles que nosotros también iríamos con ellos. Yo asentí y él se fue.

La decisión se había tomado y sólo era cuestión de esperar para que el domingo en ocho días estuviéramos en Metlatónoc por el presidente. Y al día siguiente yo me fui a Metlatónoc para conseguir las armas con mis amigos maestros, claro que no les comenté para qué realmente las iba a ocupar. Y regresé el miércoles por la tarde. Cuando llegué me sorprendió mucho encontrar a don José sentado en la puerta de la escuela. Lo saludé y le pregunté si sucedía algo en el pueblo. Después de contestarme el saludo me informó que los de Dos Ríos no serían los únicos que irían por el presidente, ya que al correr la voz la mayoría de los demás pueblos decidieron participar en el golpe. De pura alegría invité a don José a tomar una medida de aguardiente en una casa cercana. Esa tarde sentí que por primera vez estaba logrando el verdadero objetivo de un maestro: educar a su pueblo para defenderse.

Nosotros llegamos desde el sábado en la noche a Santa Catarina, donde los de Dos Ríos habían propuesto reunirnos para llegar todos juntos a Metlatónoc. Éramos unos treinta. Íbamos a dormir en un llano a orillas del pueblo cuando vino el comisario a investigar nuestra presencia, le explicamos nuestro plan y él nos apoyó y nos llevó a dormir en la iglesia del pueblo. A las cinco de la mañana nos levantamos, esperamos a que llegaran los de Dos Ríos y duramos un buen rato esperando. Pero cuando los vimos llegar me embargó una sensación de miedo porque eran como 300 hombres y todos armados ya sea con machetes o armas, de hecho vi a varios que traían un pico o una hacha. Uno de los principales de Dos Ríos vino hacia mí para saludarme y agradecerme. Me comentó que ya todos estaban cansados de la forma en que los trataba el presidente y que si ellos lo pusieron como presidente también lo podían quitar de allí. Así emprendimos camino a Metla.

Cuando comenzamos a bajar la montaña que rodea la cabecera municipal, oímos disparos de armas que venían del pueblo. Sorprendidos e intrigados aceleramos nuestro paso para llegar pronto. Íbamos pasando las primeras casas de la colonia San Martín cuando nos topamos con unas señoras que iban corriendo hacia nosotros llorando y jalando de brazos a sus hijos.

–Ndakundié ndo chi xa’ni ní na tá’an yó —gritó en tono de súplica la mujer.

Le pregunté que quiénes estaban matando a nuestra gente. Después de tomar un poco de aire nos dijo que eran los guachos. Le pedimos que nos detallara bien. Entonces nos contó que habían llegado al pueblo un día antes y que ese día muy temprano salieron a caminar y pasaron por la iglesia donde estaban danzando Los Tecuanes en honor a San Miguel. Cuando los vieron pasar, uno de los danzantes apuntó su rifle de madera hacia uno de los guachos y que ése no le pareció al guacho que abrió fuego contra él. Entonces subieron a sonar la campana y en unos minutos todo el pueblo salió al encuentro de los guachos en la cancha municipal.

Todos se miraron desconcertados. Yo les dije que lo del presidente podía esperar y que fuéramos a ayudar mejor al pueblo contra esos malditos guachos que lo único que venían a hacer era saquear nuestros pueblos y violar a nuestras mujeres e hijas. Nadie dijo nada, no hizo falta. Todos comenzamos a correr hacia abajo como animales rabiosos, olvidando lo del presidente y uniéndonos todos los pueblos en uno solo para un objetivo en común. Creo que así deberían ser todos los pueblos del mundo.

Murieron muchos soldados y mucha gente de nosotros pero lo que más nos alegró a los que sobrevivimos fue saber que en la batalla había muerto el presidente municipal también. No sé cómo murió ni sabría decir si lo mató una bala de guachos o una de los que íbamos a matarlo, pero para bien de todos murió y eso era lo que importaba.

De ahora en adelante, sea quien sea el que vaya a ser presidente, si no apoya a los pueblos, volveremos a reunirnos para preguntar:

–¿Quién quiere matar al presidente?

Florentino Solano (1982, Metlatónoc, Guerrero), narrador, poeta, campesino y músico tu’un’savi (mixteco de la Montaña). Ha publicado tres libros de poesía y con Martina Rojas conforma el Dueto Sol, que fusiona música tradicional ísavi y géneros contemporáneos. Radica en San Quintín, Baja California. Allá publicó los cuentos de Cerrarás los ojos para no ver (Fondo Editorial de Baja California, Mexicali, 2013). En agosto, Ojarasca (207) publicó tres breves relatos suyos.