Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Imagino

P

uedo imaginarme la escena: a las dos de la tarde, la fila de agentes de ventas con sus identificaciones en la mano ansiosos por mostrárselas al policía que vigila la entrada de proveedores, los chalanes compartiendo el peso de un mueble destinado a tal o cual oficina, las vendedoras que regresan de comer y necesitan llegar a sus puestos antes de que la jefa de piso haga su rondín, el bolero que no falta un solo día por más que le hayan dicho que allí no puede estar y en medio de todas esas personas Natalia insistiendo en que necesita hablar con un jefe.

También me imagino la cara del policía en turno –los cambian a cada rato, por eso no puedo referirme a él por su nombre– preguntándole a Natalia cuál es el motivo de su interés. Además, por si no lo sabe, hay muchos jefes, que la señora diga con cuál desearía entrevistarse. Con el que pueda recibirme. Imagino el desconcierto del policía, el intercambio de miradas entre los agentes, la actitud condescendiente de la empleada que se acercó a Natalia para explicarle que si no tiene cita no podrá ver a ningún ejecutivo, no insista.

Imagino a Natalia mordiéndose el labio inferior mientras reflexiona si debe confesar que su nombre no está en ninguna agenda y ni siquiera sabe a quién dirigirse. Al verla tan dudosa, la empleada, altísima en sus zapatos de doble plataforma, le dio un consejo: Lo mejor es que vaya al módulo de atención a clientes.

Imagino a Natalia fortalecida, a cada momento más segura de que tiene que actuar en vez de quedarse callada como otros años y acepta acudir al módulo. De camino, íntimamente se reprocha haber sido tan dócil ante las decisiones que tomaron el dueño, el gerente, los jefes de compras y el publicista de esa tienda de departamentos a la que ella ha sido tan fiel y le paga de nuevo con mala moneda al robarle lo más valioso que posee: el tiempo.

II

Imagino la curiosidad de Natalia por saber qué significarán las pulseras verdes, rojas y azules que adornan la muñeca del empleado que está frente a ella y muestra su buena disposición de servirla preguntándole si tuvo problemas con alguna dependienta. Imagino a Natalia negando con la cabeza. ¿Extravió un paquete, quiere hacer algún cambio, necesita factura?

Imagino a Natalia esforzándose por controlar su impaciencia y diciendo, en el tono más amable posible, que el asunto que quiere tratar con un jefe no tiene nada que ver con eso, sino con un robo. Entonces permítame, dice el empleado que toma el radio y, para no causarles inquietud a los clientes, murmura: Módulo A.C. solicita personal de seguridad. Imagino el asombro de Natalia al verse, en menos de un minuto, custodiada por dos policías uniformados y con chalecos antibalas. Uno de ellos, el más alto, extiende el brazo: Acompáñenos, por favor.

Imagino la alarma con que Natalia le preguntó al empleado de las pulseras si iban a detenerla y el acento afectuoso con que él le aclaró que para nada, sólo iban a llevarla a una oficina donde ella pudiera hacer su declaración. Que la señora no se asuste, será algo de rutina pero indispensable para detener al ladrón y recuperar el o los objetos robados, que de seguro ella podría describir.

Imagino el parpadeo nervioso de Natalia mientras se preguntaba si sería capaz de detallar lo que en esa tienda le han robado, pero no una vez, sino año tras año. Me parece verla mordiéndose el labio inferior y luego sonreír y al fin confesar: No. No puedo. El uniformado de menor estatura declara que eso imposibilita la acción.

Imagino la actitud solícita con que el empleado (sigue siendo el de la muñeca adornada con pulseras) le sugiere que busque en su bolsa las notas de compra. Allí está el nombre de los objetos adquiridos. Imagino el tono indiferente de Natalia cuando dijo que en su bolsa no guardaba ninguna nota, y la expresión derrotada del empleado. Imagino también el tono eficiente con que el policía de menor estatura sugirió otra posibilidad. Que la señora trate de hacernos un retrato hablado del ladrón: estatura, color de piel, cómo iba vestido, si lo acompañaba alguien o iba solo.

Imagino la energía con que Natalia les preguntó de qué hablaban, los acusó de no entenderla y exigió que la llevaran ante un jefe, su jefe. De seguro iba a entenderla porque él también, por joven que fuera, valoraría el tiempo y estaría dispuesto a protestar si alguien se lo robara.

III

Imagino a Natalia sola junto al módulo, parándose en un pie y en otro, en espera de que al fin llegase el señor Ogarrio –¿o Barrios?– para oírla y solucionarle el problema sin atraer la atención de los clientes que merodeaban por los pasillos codiciando accesorios y prendas de otoño, entre las que se veían imágenes que adelantan las tendencias para la primavera 2015.

Imagino la expresión de alivio con que Natalia vio acercarse a un hombre bajo, calvo, de piel lustrosa que sin rodeos, y con paciencia aprendida, le preguntó cuál era su asunto, si deseaba tratarlo allí o prefería subir a su oficina. Antes de contestarle Natalia miró el gafete en la solapa del recién llegado y se sintió feliz de poder dirigirse a él por el nombre correcto y pedirle que bajara con ella al sótano.

Imagino la satisfacción del señor Ogarrio al comprobar sus sospechas de que Natalia era una de esas ancianas algo excéntricas que acuden a las tiendas para sentirse menos solas, cerciorarse de que aún son parte de la comunidad y esperar que alguien le regale una sonrisa aunque sea de pasada. Según estas deducciones, sería mejor darle gusto a la señora y seguirla escaleras abajo mientras se iban haciendo más claros los tintineos, los coros angelicales y el olor a esparto.

IV

Imagino la sonrisa triunfal del señor Ogarrio al ver que el sótano había quedado convertido (según indicaciones superiores) en una gruta mágica en donde, a comienzos del otoño, se respiraba la atmósfera navideña gracias a los pinos nevados, renos, trineos, guirnaldas, gnomos, calcetas llenas de regalos, esferas blancas y rojas que siempre anuncian la inminente aparición de Papá Noel.

Imagino la contrariedad del señor Ogarrio cuando, en vez de secundarlo elogiando las mercancías, Natalia le preguntó si le gustaban los calendarios. Sin esperar respuesta siguió hablando: A mí sí, mucho. Me dicen el mes y el día en que estoy, me recuerdan las fiestas patrias, los onomásticos, los compromisos, las tradiciones. Esas hay que respetarlas, ¿no cree?

Imagino la emoción forzada con que el señor Ogarrio le aseguró a Natalia que sí las veneraba, y mucho, como buen mexicano, y enseguida le pidió que le aclarara si allí, en el sótano, había sufrido el robo y de qué objetos, tal vez ella, más serena, ya los recordaba. Imagino la incomodidad del hombre al oír el comentario de Natalia: Estamos apenas en octubre, falta para que llegue el 2 de noviembre, el único día en que puedo reunirme con mis difuntos, y ustedes me empujan en el tiempo, quieren hacerme creer que estamos en diciembre y así me roban semanas de mi vida. Entienda que para todos, en especial para los ancianos, cada día es lo más valioso porque no sabemos si habrá otro. Este, señor Ogarrio, es octubre. Y si no me lo cree, consulte su calendario.

Imagino la actitud digna con que Natalia dio media vuelta para alejarse del falso ambiente navideño, salir a la calle y esperar lo que este mes le tiene reservado: las últimas lluvias, algo de sol, cierta bruma, la luna prodigiosa y después…