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Ver día anteriorLunes 8 de septiembre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Lo bonito de no hacer nada
E

l escritor y científico Andrew J. Smart sostiene que cuando corremos de aquí para allá tratando de cumplir nuestro horario y responder los dispositivos móviles, publicando mensajes en Twitter y Facebook, recibiendo mensajes de texto, escribiendo correos electrónicos o revisando listas de pendientes, suprimimos la actividad de la que tal vez sea la red más importante del cerebro.

Empezamos a identificarnos más con el teléfono que llevamos en el bolsillo que con la mente que tenemos sobre los hombros, escribe en su provocador opúsculo El arte y la ciencia de no hacer nada (Clave Intelectual, Madrid, 2014). Discute las verdaderas funciones y actividades del cerebro, las conexiones y sus consecuencias. Si bien trata de mantenerse al nivel de una rebeldía como de campus contra la educación de niños hiperorganizados como adultos chiquitos, o la administración corporativa del tiempo humano (toda una disciplina de mercado en Estados Unidos y sus colonias), postula sin embargo la afirmación radical de que si nuestro sistema social se funda en la creencia mayoritaria en la necesidad fundamental del trabajo, un aumento marcado del ocio, el ausentismo, la holgazanería y la no laboriosidad podría ser la manera más eficaz de generar un cambio social y político positivo.

Mientras entrelaza reflexiones generales, se remite a investigaciones recientes del espectro neurocientífico que le permiten presentar al ocio como un estado de plenitud para el cerebro (es decir para uno mismo). Como otros que han tratado el tema, desde el doctor Samuel Johnson en el siglo XVIII, Smart no se enreda demasiado entre ocio, pereza, holgazanería, indolencia (y mucho menos considera ambigüedades semánticas como nuestro concepto de güeva). Aunque roza explícitamente aquel preferiría no hacerlo del Bartleby de Herman Melville, está lejos de las melancólicas consideraciones del Oblómov de Iván Goncharov. Quiere transmitirnos lo que se sabe que hace el cerebro cuando nosotros no hacemos nada. Su intención no es convencernos de no hacer nada; invita a sabernos estar sin hacer nada, siempre que tengamos ocasión. Omite las prácticas de meditación y relajamiento, que por determinadas vías bien desarrolladas aprovechan la inactividad exterior. Tampoco incurre en interpretaciones sicoanalíticas. Y aunque a veces se pasa de listo o se hace el chistoso como jocundo expositor gabacho, permanece dentro del rigor de la neurología, salpicando sugerentes observaciones sociales y culturales.

Ante el mito de que sólo usamos 10 por ciento del cerebro (véase Lucy, película de Luc Besson, 2014), Smart confirma que la ciencia ha revelado que usamos la totalidad, sólo que no del modo que muchas personas suponen. Opositor decidido de la multitarea, destaca que “no contamos con estructuras cerebrales especificadas genéticamente para el multitasking, y diversos estudios indican que al desarrollar varias tareas en simultáneo, nuestro rendimiento es peor en todas ellas”. Caracteriza sistemas demostrados, como la red neural por defecto, y la inexistencia de cualquier centro de control central del cerebro. Las conexiones son todo y no cesan, sólo que las distraemos con nuestro afán de abarcar.

Contra la horrenda epidemia corporativa, Smart plantea el valor subversivo de la autoorganización, del modo que opera un cerebro sin cadenas. Si la gente se autonomiza, los jefes no podrán controlarla. Banqueros, industriales y políticos se descarrilarían ante un brote de autoorganización generalizada de gente dispuesta a no hacer nada ¡para que las cosas cambien! Una paradoja extrema, como la de Paul Lafargue: hacer la revolución para dejar de trabajar.

En esta era del post empleo, hasta los profesionistas compiten por el privilegio de trabajar sin sueldo. Y si existe algo peor que trabajar por el sueldo, es trabajar sin sueldo. La solución reside en crear una verdadera sociedad post trabajo que libere las energías humanas. Como Smart plantea, el trabajo está destruyendo el planeta. Y ya en el colmo, la mayoría de los puestos laborales que los políticos viven prometiendo, son sin lugar a dudas espantosos.

Debemos identificar los límites de la tecnología. Los ordenadores, que supuestamente nos dan más tiempo libre, en realidad reducen o eliminan el tiempo dedicado al ocio. En el ocio se conocen mejor las personas, a sí mismas y entre sí. El que se desconecta aprovecha mejor sus conexiones. Lo recomendable después de adquirir nueva información es tomar una siesta, o al menos entregarse al ocio. (Vamos, puede ser antídoto para el Alzheimer.) El ejemplo mayor de la argumentación de Andrew J. Smart son las Elegías de Duino, y Rilke mismo. Producto de una sostenida liberación de las conexiones, y del sonido que permite escuchar el pensamiento mejor que el silencio, el poema es fruto de una conciencia preparada para recibir la voz del viento y los mensajes del pensamiento ocioso.