Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Volver a empezar

C

omo siempre, el cuarto de baño huele a óxido. De la regadera, tras la cortina mohosa, escurre una gota machacona. Su tamborileo sobre el mosaico denuncia el desperdicio. Un crimen, dice Alfredo cuando se acerca y gira la llave para evitar la fuga de agua. Su esfuerzo es inútil. Seguro es el empaque. Voy a decirle a Maira que llame al plomero.

Alfredo se da vuelta hacia el espejo del botiquín y repite la frase para cerciorarse de que es él quien la pronuncia. Se da cuenta de que llevaba dos años sin atreverse a darle órdenes a su hija. Hoy lo hará con una aclaración: No te preocupes: yo pago la compostura. Se pasa la mano por el rostro salpicado con islotes de barba entrecana. Fuera, exclama y abre el botiquín donde están el jabón y la brocha confundidos entre cajas y frasquitos. Guardan remedios contra todos sus males: depresión, insomnio, taquicardia, inapetencia, dolores musculares...

Acepta esos inconvenientes como achaques de la edad; sin embargo Armando, su sobrino médico, le asegura que por lo menos la depresión, el insomnio y la inapetencia terminarán (desde luego, poco a poquito) ahora que él ha comenzado una nueva vida.

A los setenta, ¡quién me lo iba a decir, murmura Alfredo mientras gira la brocha húmeda en la taza de jabón. Se parece a la que su padre usaba. Verlo con la cara embadurnada de espuma y oír el rumor del rastillo cercenándole la barba aumentaba la admiración por su papá y su ansia por dejar de ser un niño al que se le marcan reglas y prohibiciones. No. No. No.

Alfredo siente en la boca el sabor amargo del jabón. El impulso de escupir es menos fuerte que un recuerdo: Niño, no escupas. No eres carretonero ¿o sí? Oír reconvenciones como esa aumentaba su urgencia de convertirse en un adulto independiente al que nadie le daría órdenes. Aunque le moleste, reconoce que en eso, como en tantas otras cosas, estaba equivocado.

II

Lo sabe desde hace tiempo, en concreto a partir del momento en que perdió su puesto en el despacho Zambrano-Vasconcelos. Contadores. Salió de allí aturdido y con una poderosa sensación de incredulidad. Sin pensarlo, hizo lo único que se le ocurrió: ir al panteón y contarle a Gracia, su mujer fallecida nueve años atrás, lo que acababa de ocurrirle y se resistía a aceptar: encontrarse entre los millones de desempleados que hay en el mundo.

De pie frente a la tumba, Alfredo imaginó lo que su Gracia le diría: Sabes mucho, tienes experiencia y sobre todo eres honrado. Si en Zambrano-Vasconcelos no supieron valorarte, ¡allá ellos! Tú ¡adelante! Sobrará quien te contrate. Mientras, aprovecha para descansar.

Concentrado en sus pensamientos, Alfredo apenas entendió que el hombre junto a él, llegado de no sabía dónde, se estaba ofreciendo a limpiar la tumba y remover la tierra de los dos macetones que la adornan. No se atrevió a rechazarlo: ¿Cuánto? “Lo que usted guste darme, patrón”. Está bien. El camposantero se alejó corriendo en busca de sus herramientas y Alfredo se quedó pensando cómo sería la vida de aquel desconocido, qué circunstancias lo obligaban –a los sesenta años o quizá menos– a hacer un trabajo a cambio de “lo que usted quiera darme, patrón.”

En su mente surgieron rápidas conclusiones y celebró tener una profesión, experiencia, amistades, ropa presentable, algo de ahorros: ventajas que hacían imposible que él llegara a verse en la circunstancia del camposantero. Sintió ganas de saber algo más de él pero cuando reapareció con una cubeta, un costal y unas tijeras sólo se atrevió a preguntarle si les pagaban por hacer eso. “Sacamos nada más lo que las personas quieran darnos. Pero hay veces, patrón, que nos vamos en blanco: la gente anda muy jodida y poca es la que viene a visitar a sus difuntos.” Alfredo reconoce ahora que en el comentario no había dobles intenciones pero entonces lo interpretó como reproche: Por el trabajo. A veces, aunque uno quiera venir... “Lo comprendo muy bien, patrón.”

Alfredo recuerda que se sintió incómodo de que el hombre lo llamara patrón por tercera vez en lugar de decirle simplemente señor, pero no hizo comentario y el camposantero siguió exponiéndole su realidad: “Cuando pasan dos, tres días sin que gane nada me voy de aquí decidido a no volver; pero luego me pongo a pensar y me digo yo solito: Cálmalas, Gavino, piensa: ahora es difícil conseguir empleo y más para personas de tu edad. Dale gracias a Dios de que tu compadre Santos te haya metido a su cuadrilla. Ganas poco, pero es mejor que nada. Con esos pensamientos me sereno y al día siguiente me presento aquí antes de que abran la reja.”

A partir de ese momento no dijo más y se dedicó a trabajar con ahínco sin saber cuál sería su paga. Toma: cien pesos. Incrédulo, el camposantero recibió el billete: “Gracias, patrón.” Gracias a ti, Gavino. Alfredo advirtió la satisfacción del trabajador al verse mencionado por su nombre y eso le dio confianza para hacerle otra pregunta: ¿A qué te dedicabas antes? “A ir de un lado a otro haciendo chambitas, nada seguro. Es mi culpa: no quise estudiar. Si hubiera seguido una carrera corta, como tanto me suplicó mi jefe, no andaría en estas, ¿o cree que sí, patrón?”

III

Alfredo mira satisfecho su cara tersa. Le gustaría humedecérsela con la loción que usaba su padre: Aqua Velva. La ha visto en el supermercado, en la sección de cosméticos. Si termina la semana con mejores ganancias que la anterior comprará un frasco, siempre y cuando el plomero no pida demasiado por componer la llave.

Papá: apúrate. La voz de Maira, su hija, le recuerda su principal obligación: la puntualidad. Descorre la cortina, abre la regadera y se toma de la barra metálica que Maira hizo instalar para evitarle un accidente. A él la medida le pareció excesiva pero su yerno (el último ser humano que resuelve crucigramas en la peluquería) le recitó lo que todo el mundo sabe: Para las personas de la tercera edad el cuarto de baño puede ser una trampa mortal.

Protegido por el rumor del agua, piensa en voz alta: ¿Le habrán hecho esa advertencia a Gavino? Se lo preguntará cuando vaya al cementerio y lo busque para que limpie la tumba. Mientras lo ve remover la tierra le contará que él, con un título de contador, cuatro diplomas y experiencia de tres décadas en distintos despachos –la última y más prolongada en Zambrano y Vasconcelos– hoy, a sus setenta años, trabaja como empacador en un supermercado. Tiene horario fijo, no recibe sueldo y sus únicas ganancias son las propinas; sin embargo está contento. Hacer lo que hace lo autoriza a tomar pequeñas iniciativas y pagarse mínimos lujos.

Alfredo sabe que el gerente está satisfecho de su desempeño y lo ha felicitado por su gentileza con los clientes. Desde que llegan ante la Caja 6 él los recibe con una frase amable: ¿Encontró usted todo lo que buscaba? y los despide en el mismo tono: Que tenga usted un día maravilloso.

Según las reglas del supermercado, en esas circunstancias bastaría con que Alfredo empleara el adjetivo buen pero él lo sustituye por otro: “Que tenga usted un día maravilloso”.