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Las reformas peñistas, antiacuerdos de San Andrés
E

l conjunto de reformas estructurales que se han estado aprobando a toda prisa en semanas pasadas, especialmente las relativas a los energéticos y en particular a los hidrocarburos, son todo lo que se ha dicho de ellas: la vuelta al revés de la expropiación petrolera (ahora se expropiará –perdón, se ocupará temporalmente la tierra de los campesinos para entregarla a las trasnacionales), el desmantelamiento de las conquistas populares de la Revolución plasmadas en la Constitución de 1917 e incluso se ha dicho el reciclaje de la desamortización de tierras de comunidades indígenas que a mediados del siglo XIX (por algo se llama neoliberalismo a este sistema). Todo eso es cierto, pero lo más dramático y actual es su contraposición profunda y diametral a los Acuerdos de San Andrés.

Es bien sabido, pero conviene recordarlo, que los zapatistas se levantaron en armas el primero de enero de 1994, cuando entraba en vigor en México el Tratado de Libre Comercio de América el Norte. Alguien dijo que la de Chiapas era la guerra de los símbolos. Este símbolo es uno de los primeros y más poderosos. Es verdad que Marcos dijo alguna vez que esa no fue más que una coincidencia, que no fue planeada así. Pero eso es lo de menos; esas profundas y significativas coincidencias no las deciden los mortales, sino alguien o algo muy por encima de ellos, sean los dioses mayas o el arcángel que escribió con su dedo el eterno destino de la nación.

En virtud del significado simbólico del primero de enero, el levantamiento zapatista quedará inscrito en la historia no sólo como la rebelión contra los atropellos sufridos por los indígenas chiapanecos en el pasado reciente, sino como la todavía más significativa rebelión contra los atropellos del futuro perpetrados sobre toda la nación, tal como se podían prever en el TLCAN y tal como se están concretando ahora en las reformas peñistas. Esto fue lo que dio proyección nacional e internacional al EZLN; no la rebelión contra un caduco orden feudal, sino la resistencia ante una flamante modernidad neoliberal.

Se recordará que cuando se dio la marcha zapatista al Congreso de la Unión, al principio del sexenio foxista se llegó a plantear, como era natural, cuál era la diferencia de fondo entre la iniciativa de la Cocopa y la que finalmente aprobó el Congreso. Se dijo entonces que en la iniciativa oficialista sólo se reconocía a las comunidades y pueblos indígenas como de interés público, mientras lo que planteaban los zapatistas (y la Cocopa) era que debían considerarse entidades de derecho público. Es extraño que, siendo el arte de la comunicación uno de los que han dominado a la maravilla los zapatistas, les haya fallado en ese momento crucial. Aunque muchos repetían esa diferencia como consigna, no era más que eso: una consigna. No transmitía una noción clara, ni siquiera a los especialistas en derecho, ya no digamos a los legos en la materia.

El contexto del TLCAN y las reformas estructurales en materia energética (y de minería y de casi cualquier megaproyecto que se les ocurra a los grupos dominantes) permite ver con toda claridad dónde estaba y está el meollo del asunto. El punto absolutamente crucial es: ¿quién decide sobre el uso de la tierra y sus recursos?, ¿los pueblos originarios que viven en la tierra, la trabajan, la cuidan y forman con ella una profunda unidad cultural, o las compañías trasnacionales que se creen con derecho de explotar como propios los recursos que les convenga en cualquier parte del mundo? Y las autoridades, ¿qué papel van a asumir?, ¿proteger y tutelar los derechos de su pueblo, de quienes se supone que han recibido ese mandato? O, para citar una expresión que era considerada de ultras hace algunos años pero que ahora es mera descripción: ¿van a convertirse en los lacayos del imperialismo?

Naturalmente, esto es lo que estaba en el fondo de la discusión, mejor, dicho, de la lucha. El gobierno de Ernesto Zedillo, profundamente comprometido desde entonces con el proyecto del capital trasnacional, no iba a cambiar en algo tan consustancial su postura por un mero incidente local, como alguna vez llamó Zedillo a la rebelión zapatista. Esta es la verdadera razón del indigno recular de Zedillo sobre unos acuerdos que ya había firmado. No la balcanización del país, ni la ruptura del principio de la unidad ante la ley, ni otras patrañas que nos quiso recetar el entonces titular del Ejecutivo, incluido, en el colmo del cinismo, que se ponía en peligro la soberanía. Lo único que se ponía en peligro eran los acuerdos, hechos a espaldas del pueblo, con los grandes capitales trasnacionales.

Los Acuerdos de San Andrés no se respetaron y la razón profunda se puede leer en las actuales reformas estructurales. Quién sabe si es una de esas coincidencias de que hablábamos al principio, pero no deja de ser irónico que a los legisladores les bastó el término en su momento despreciado por los zapatistas, para decretar de un plumazo que los hidrocarburos son de interés público, y por lo tanto los milenarios sembradores de maíz tienen que entregar su tierra sin chistar y aceptar la servidumbre de hidrocarburos, encima agradecidos porque no los van a expropiar.

Pero aunque los Acuerdos de San Andrés no fueron aceptados por el gobierno, el mensaje zapatista llegó a quienes tenía que llegar. En ese sentido es también profundamente simbólico el caso de Atenco. El Frente por la Defensa de la Tierra entendió que ya no se trataba de luchar nada más para obtener un mejor pago por la tierra o algunas prestaciones a cambio, sino de decir simple y llanamente: la tierra no se vende, no se llevará a cabo ningún megaproyecto que no cuente con el permiso de los dueños de la tierra. Por eso, la brutal represión contra Atenco. Y por eso el gobierno de Peña Nieto tenía que cerrar la pinza sobre este ejido rebelde como complemento real y simbólico a sus reformas.

La estrategia seguida contra Atenco –represión, cooptación, compra de voluntades y división– ha dado resultados a sus autores, y no sólo ahí. Hace unos años, un grupo de indígenas, analizando el impacto del neoliberalismo, escogió unas palabras de San Pablo para describir su situación: Nos abruman las preocupaciones, pero no nos desesperamos. Nos vemos perseguidos, pero no desamparados; derribados, pero no vencidos.