Opinión
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Mar de Historias

Sin control

R

ogelio y yo nos llevamos muy bien pero es lógico que, en 11 años de convivencia, hayamos tenido discusiones, a veces por cosas tan infantiles y absurdas que luego nos resultan increíbles y nos hacen reír. El clima (él odia el calor y yo el frío, entre otras cosas porque me pone la piel de un repulsivo color camote), el desodorante ambiental (a él le gusta el aroma cítrico y a mí el de bosque), el consomé (a Rogelio le fascina el sintético y a mí el natural que se hace con huesos y menudencias de pollo), la comida rápida (lo enloquecen las pizzas y a mí los pastores), las películas pornográficas (lo vuelven loco pero a mí me aburren porque todas son iguales y, la verdad, prefiero la acción).

Por increíble que parezca también las vacaciones han sido motivo de algunas desa­venencias. A Rogelio lo único que le interesa es llegar al destino turístico lo más rápidamente posible; por eso maneja a mil por hora y no disfruta del paisaje; en cambio a mí el trayecto me parece maravilloso y entre más se prolongue, mejor.

Después de tan larga experiencia creí estar lista para capotear cualquier fricción derivada de una insignificancia, pero jamás imaginé que el desen­cuentro más serio y violento entre mi esposo y yo surgiría por algo tan estúpido como el control de la televisión.

II

Ocurrió hace dos semanas, el día en que mi abuela cumplió 79 años. Recién salida del hospital para un chequeo minucioso, harta de la preguntadera de los médicos, nos pidió que dejáramos la celebración para otro momento. La llamé temprano para felicitarla y le pregunté si podía visitarla al salir de mi trabajo. Claro, y así platicamos. Su tono vago me inquietó.

¿De qué? No me digas que te sientes mal. Me aseguró que no. Durante su breve estancia en el hospital había visto cosas que la habían hecho pensar. Le pedí que fuera más explícita. En cosas que me preocupan. A lo mejor son tonterías. En fin, tú me dirás. Te espero. Pasé la tarde acosada por toda clase de presentimientos, entre otros que tal vez mi abuela nos ocultaba algo que le habían dicho los médico y era el motivo de su inquietud.

Mi ansiedad desapareció en cuanto saludé a mi abuela. La encontré con buen semblante, bien vestida y con el cabello recién pintado. Una manchita de tinte en su mejilla me recordó su afán de ser autosuficiente. Esa actitud es otro motivo de admiración hacia ella.

Entusiasmada, me contó de las plantas que iba a llevarle don Lorenzo, su antiguo proveedor de Xochimilco, de que se había pasado la mañana contestándoles el teléfono a mis hermanos y a toda la parentela deseosa de felicitarla. Al fin me ofreció una copita de jerez. Esa amabilidad siempre es el preámbulo para abordar asuntos difíciles.

Conmovida, mi abuela me habló de las expresiones de dolor que había visto en el hospital. Me describió escenas familiares que mezclaban temores y esperanzas. Recordaba a niños jugando en la sala de espera y, sobre todo, a un hombre delgadísimo que, sentado frente a ella, hacía enormes esfuerzos para levantar la mano y retirarse con el dorso el constante lagrimeo de su ojo izquierdo. Todos se daban cuenta de eso, menos su acompañante: una muchacha con media cabeza rasurada y una argolla en la nariz.

Mi abuela supo el grado de parentesco que los unía por el trato que él le daba: Hija: ¿traes mis lentes? Sin apartar los ojos de una revista de espectáculos, la muchacha le respondió: Cuando salimos de la casa te los di. Nada más falta que los hayas perdido. El hombre rehuyó el tema con una petición: Me pasas la botellita de agua. Con la misma actitud indiferente, ella le contestó: Acabas de tomar. Espérate porque si no, te vas a hacer de nuevo. El hombre no habló más.

Esa breve escena había provocado en mi abuela temor del momento en que fuera incapaz de valerse por sí misma y tuviese que recurrir a la ayuda de alguien con derecho a tomar decisiones por ella. Antes de llegar a eso, prefería la muerte. Le dije que exageraba y que, según los resultados de su examen médico, era evidente que pasarían muchos años antes de que ella renunciara a su independencia.

Mis palabras le devolvieron la seguridad a mi abuela: Gracias a Dios, puedo valerme por mí misma y hago mi voluntad. Si se me antoja un chocolatito, me lo preparo; si quiero ir a la iglesia, voy. Y algo muy importante: si un programa de la tele no me gusta agarro el control remoto y cambio de canal.

Su explicación me hizo gracia, en particular que le diera tanta importancia al aparato: Búrlate todo lo que quieras pero yo sé lo que te digo: cuando una persona ya no es dueña ni de su control remoto quiere decir que cualquiera puede llegar y ponerle el pie encima. Primero muerta que tolerarlo. Era inútil rebatirla y preferí cambiar de tema. Hicimos planes para la celebración postergada de su cumpleaños y luego pedí un taxi.

III

De camino a la casa pensé en disculparme con Rogelio por mi mal humor y mi nerviosismo durante los dos días que mi abuela estuvo en el hospital. Después de conocer los buenos resultados de los análisis y, sobre todo, después de haberla visto tan bien, no quedaba motivo de preocupación. Me propuse relajarme y disfrutar con mi marido de una cena en nuestra recámara con pizza y todo.

Pasamos un rato maravilloso, tanto que no me importó ver la colcha con restos de peperoni, cascos vacíos y servilletas de papel tan ásperas que podrían servir para una depilación. Le hice el comentario a Rogelio. Él agregó otros que me reservo y encendió la tele. El noticiero estaba a punto de terminar. No tenía caso verlo. En busca de otro programa, tomé el control remoto. Rogelio estiró la mano y me lo quitó: quería ver el programa de deportes. Ay, no: ya no más comentarios de futbol, dije, y recuperé el aparatito mágico.

Oye, ¿qué te pasa? Sin esperar mi respuesta, Rogelio me arrebató el control remoto. Vi su sonrisa admirativa cuando apareció en la pantalla una imagen de Rafa Márquez. Me sentí incómoda, relegada, pero conservé el buen tono: Mi amor, tú siempre decides qué ver. Dame chance, préstamelo tantito. Rogelio no me escuchó: oía fascinado los buenos augurios del comentarista para nuestro jugador estrella. El desinterés de Rogelio me ofendió. Sin pensarlo me eché encima de él y le quité el aparato.

¿Te volviste loca?, preguntó mi esposo, esquivándome con un movimiento tan rápido que estuvo a punto de tirarme de la cama. Me sentí ridícula, débil y lo acusé de egoísta. Si hubiera podido detenerme en ese momento las cosas no habrían pasado a mayores, pero surgió dentro de un sentimiento irrefrenable y acabé gritando: Mi abuela tiene razón: cuando una persona ya no es dueña ni de su control remoto cualquiera puede llegar y ponerle la pata encima. Y eso no voy a permitirlo ni ahora ni nunca.

Rogelio me miraba atónito mientras yo seguía fuera de control acusándolo de machista y autoritario. Esa gota derramó el vaso. Mi marido se levantó y me arrojó el control remoto. Toma esa madre, a ver si así te calmas. Me voy al otro cuarto. No pienso dormir con una loca. Quise detenerlo pero no pude. Me pasé el resto de la noche mirando el control remoto. Incómoda. Relegada. Ofendida. Ridícula. Débil. Sola.