La última frontera

El poder cree que ya puede lanzar el asalto final contra selvas, costas, ríos, sierras, lagos, valles, desiertos y comunidades, sobre todo comunidades, allí donde viven los pueblos del origen. Tal es el sentido de fondo de las reformas energéticas, educativas, fiscales y jurídicas de la brutal “modernización” de los neoliberales. Allanar el acceso a los constructores, extractores, taladores, depredadores que se llaman “inversionistas”, y sirven para “atraer capitales”, por encima del valor-mundo de la tierra misma como fuente de vida.

Cientos de comunidades, municipios autónomos o no, regiones, distritos, tribus, ayuntamientos populares y caracoles —todos parte de alguno de los casi 60 pueblos originarios que habitan nuestro país— no se han rendido y piensan que ni con la muerte los van a doblar. Sus vidas, o sea sus muertes, ya valen y cuentan para los medios, las procuradurías, los tribunales, les guste o no y por más que traten de desentenderse o torcer al indio. Los territorios de los pueblos se encuentran gravemente amenazados. Décadas de sangría migratoria los han debilitado (aunque paradójicamente también los reanimaron en las Mixtecas, la Meseta Purépecha, la península de Yucatán y otras partes en este y el otro lado de la frontera). El poder necesita que se vayan, o que se aplaquen, dóciles.

Sin embargo, si algo realmente desafía hoy al Estado autoritario y los partidos políticos a su servicio, así como a de las corporaciones globales (las que realmente mandan), es la existencia en pie de los pueblos indios. No se escatiman recursos para desgraciarlos: militares, propagandísticos, corruptores, divisorios, privatizadores, (des)educativos, tecnológicos.

Para los pueblos, la vida misma es su victoria. En muchos sentidos, el mundo ya no es el mismo. En uno de estos “sentidos”, los indígenas han ganado el derecho a existir ante la sociedad mexicana. Como nunca antes en los tiempos modernos, los pueblos tienen sus nombres recobrados, están reconocidos en las leyes y los tratados internacionales, escriben sus lenguas. Y cuando se organizan y luchan, se vinculan casi siempre con las corrientes progresistas y anticapitalistas, y defienden a la Madre Naturaleza desde Canadá y Estados Unidos hasta Chile y Argentina. Los pueblos indígenas representan nuestra última frontera. Ellos serán los que salven del naufragio y de los traidores a esto que, gracias a los pueblos nunca más callados, seguiremos llamando y sintiendo México. 

Veinte años después de la rebelión zapatista y su influencia profunda en el valle del Yaqui, el distrito Mixe, las sierras Huichola y Tarahumara, la Meseta Puerépecha, las sierras norte de Puebla, Veracruz, Oaxaca y Chiapas, y tantos territorios más de los pueblos mesoamericanos (pero no sólo) podemos concluir que sin no contáramos con la resistencia viva de los pueblos indígenas, el daño a la Nación por la devoración capitalista sería todavía mayor a la que están causándole ahora los poderes de la Unión, las cúpulas financieras y las empresas globales, en un mar de corrupción y desprecio.