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La Revolución y el Estado en México
U

no de los principales legados de Arnaldo Córdova es su muy convincente interpretación de la Revolución de 1910 y de su vínculo con el Estado mexicano del siglo XX. Para él, entre ambos, Revolución y Estado, existía una relación causal de orden histórico, que se propuso desentrañar en los muchos ensayos y artículos de investigación en los que reflexionó sobre el tema. En una y otro veía procesos de largo plazo, en los que el pasado mismo es un problema del presente.

La perspectiva de Córdova es una feliz combinación de historia, ciencia política y derecho constitucional, que aplicada al análisis de la Revolución, de la Constitución y del gobierno rindió resultados originales y sugerentes. Arnaldo Córdova fue un investigador creativo y honesto que sólo interrumpió su carrera académica entre 1982 y 1985, cuando fue elegido diputado a la LII Legislatura por el entonces esperanzador PSUM; fue también un militante comprometido con el proyecto de país que asociaba con el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, y con la noción de un gobierno popular que era la natural derivación de la revolución popular que estaba en el origen del Estado.

A mi manera de ver, el libro más importante de él es La ideología de la Revolución Mexicana. La formación del nuevo régimen, que fue publicado en 1970, en el que examina la Constitución de 1917 desde la perspectiva combinada; pero además del rico análisis que hace del texto constitucional y de la coyuntura histórica en la que fue elaborado, apunta muchas pistas para otras investigaciones.

Creo que la evaluación ponderada de la obra de Córdova ha de tomar en cuenta el contexto en el que escribía. El presidente Miguel de la Madrid lanzó la reforma del Estado para enfrentar la pavorosa crisis de 1982; Carlos Salinas siguió adelante con el programa de desmantelamiento del intervencionismo estatal, y Ernesto Zedillo profundizó cuanto pudo esos cambios, desconfiado como era él del Estado. Desafortunadamente, entre los muchos pecados que podemos reprochar a Salinas y a Zedillo está la ignorancia o la inconciencia histórica, un pecado por el que hemos pagado todos, pero más los justos que los pecadores, porque quizá una de las peores faltas de los así llamados neoliberales es que hayan transformado el Estado sin preguntarse los porqués de la particular fisonomía que había adquirido a finales del siglo XX. De haberlo hecho, es posible que se hubieran detenido a pensar con más cuidado el redimensionamiento del Estado que, en realidad, quería decir la contracción del Estado, sobre todo en materia económica.

La reducción de la presencia estatal en áreas clave para el desarrollo del país, por ejemplo en la industria o en la educación, ha tenido consecuencias de largo plazo muy costosas: una desindustrialización precoz o la pérdida de signos comunes de identidad en una sociedad crecientemente diferenciada. Los reformadores tendrían que haber pensado que sin Estado les iba a ser mucho más difícil gobernar, y que esa responsabilidad pasaría entonces a grupos privados o a comisiones autónomas que gobiernan para ellos, y nada más. Tampoco se dieron cuenta de que el Estado era un factor central para el éxito de sus reformas, y que cuando lo hicieron a un lado, ellos mismos condenaban su propio programa al fracaso.

Es muy posible que los líderes del neoliberalismo mexicano ya se hayan dado cuenta de que el Estado era el aval de la legitimidad de la élite gobernante; que también introducía una cierta coherencia en la sociedad pues era un referente común a buena parte de ella, aun cuando no eran pocos los grupos que quedaban al margen de la autoridad estatal. El Estado le daba a la sociedad un sentido de dirección que hemos perdido, era como una brújula, pues, como escribió Arnaldo Córdova, la mayoría de los mexicanos creíamos –o creemos– en el Estado, incluso si no nos ofrece mucho a cambio ni se compromete demasiado (La historia maestra de la política).

Decía Arnaldo que poco le importaba que lo llamaran estatólatra, o que el gobierno popular que tanto admiraba en la experiencia radical del cardenismo fuera autoritario, porque para él lo que define el poder es la adhesión de los ciudadanos (La historia maestra de la política). Esta aseveración, discutible como es, recoge el compromiso de Córdova con la noción que sostenía de la democracia como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Cómo me gustaría discutir otra vez con él las raíces autoritarias de este planteamiento.