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Reforma de comunicaciones: ¿privatización de ganancias y socialización de pérdidas?
L

a Ley Federal de Telecomu­ni­ca­cio­nes y Radiodifusión que está siendo debatida ha sido presentada como movimiento favorable a aumentar la competencia de mercado. Sin duda lo será, pero aún se ha hablado poco de las condiciones en que laborarán los empleados de las empresas que surgirán de la ley. El escándalo protagonizado por la diputada Purificación Carpinteyro ofrece un panorama bastante desolador.

La semana pasada trascendió la grabación de una conversación privada entre Carpinteyro y José Gutiérrez Becerril, empresario del área de telefonía, donde ella le propone entrar juntos en un negocio que no titubeó en calificar como equivalente a ganarse la lotería: ¡nos ganamos la lotería!, así abrió la charla Carpinteyro.

El negocio en cuestión era aprovechar la nueva legislación en telecomunicaciones –re­forma en que participaba directamente la diputada, como secretaria de la Comisión de Comunicación de la Cámara– para recibir una concesión para formar una compañía operadora móvil virtual (OMV o, por sus siglas en inglés, MVNO).

Según me entero en breve investigación en Internet, una OMV es una compañía que revende servicios telefónicos, usando una red de torres de telecomunicaciones que alquila, pero que no le pertenece. En México no había una legislación que normara esa clase de empresa, pero los países que las tienen usualmente tienen un número limitado de concesionarios. Así, en Argentina hay cuatro OMV (América Móvil, Movistar, Nextel y Telcom Argentina); en España son también cuatro grandes y una categoría quinta de muy pequeñas, que todas juntas tienen menos usuarios que la más pequeña de las cuatro grandes; en Chile, donde, literalmente, hay más teléfonos móviles que habitantes, están las cuatro o cinco OMV manejadas por las compañías grandes, tipo Virgin America o Movistar, y luego otras pocas más pequeñas, manejadas, para dar un ejemplo, una por iglesias evangélicas, y otra por el club de futbol Colo Colo. Una OMV sólo se puede crear a partir de una concesión, es un mercado regulado que no está abierto a cualquiera.

Carpinteyro presumiblemente hubiera estado en situación privilegiada para conseguir una de estas concesiones por una combinación de factores: primero, porque tuvo experiencia laboral extensa en esta clase de compañías en Brasil antes de ingresar a la política, trabajando, según Wikipedia, en Worldcom, Iusacel, Embratel y Bell Atlantic, o sea que conoce de empresas; segundo, porque además de su lado empresarial, ella tiene conocimiento privilegiado de la relación gobierno-empresas de comunicación, habiendo fungido como directora de Correos de México y luego subsecretaria de Comunicaciones y Transportes en el gobierno de Felipe Calderón. Por último – last but not least–, como diputada federal (ahora por el PRD) era hasta la semana pasada secretaria de la Comisión de Comunicaciones de la Cámara, o sea que presumiblemente se encontraría en situación de tener influencia política de peso sobre a quién o quiénes se les darán concesiones para abrir OMV.

Bien. Hasta ahora la discusión de este caso se ha interesado sobre todo en la corrupción y conflictos de intereses en el Congreso de la Unión –saber si es verdad, como ha alegado la propia Carpinteyro, que existen varios otros diputados metidos en negocios que se basan en el abuso de su influencia como legisladores. Entender qué tan extendido está el fenómeno Carpinteyro. El caso también ha sucitado preocupación por la práctica cada vez mayor de espiar y grabar conversaciones privadas y filtrarlas a la prensa. Ambos temas son muy importantes, pero me interesa un tercer aspecto del escándalo: la naturaleza del negociazo imaginado por un actor político y empresarial tan experimentado como es Purificación Carpinteyro.

En la conversación grabada, lo que ella está tratando de vender a su potencial socio es un negocio prácticamente sin inversión y sin riesgo. Es esto lo que busca aclararle a Gutiérrez Becerril. Así, Carpinteyro hace hincapié en que se trata, en primer lugar, de un negocio sin fierros, como dice ella, es decir, sin inversión en infraestructura, y luego pasa casi de inmediato a aclarar que se tratará también de un negocio sin sueldos a empleados. Es decir, que la lotería que supuestamente se habían ganado ella y su pretendido socio era un negocio de inversión mínima, que requeriría únicamente seed money –dinero para el arranque–, como dice Carpinteyro, donde los riesgos de fracaso correrían a cuenta de los trabajadores.

Así, Carpinteyro propone a su potencial socio que el esquema que emplearían para sus vendedores sería el de mercadeo multinivel, al estilo Amway, o sea un sistema donde los vendedores no reciben sueldos ni prestaciones, sino comisiones por ventas y, sobre todo, comisiones por reclutar exitosamente a otros vendedores. Los sistemas de mercadeo multinivel han sido criticados por su cercanía peligrosa con los fraudes piramidales (donde la ganancia de un vendedor depende más de su capacidad de reclutar otros vendedores que de vender un producto). Así, la compañía multimillonaria Herbalife ha sido proscrita en algunos países que consideran que su esquema de mercadeo es un fraude piramidal, mientras en otros países el esquema es considerado lícito y no fraudulento. ¿Vale la pena hacer toda una reforma en telecomunicaciones para introducir un esquema laboral así? ¿Qué clase de empresa surgirá de la reforma?

El negociazo que proponía la diputada partiría de una inversión mínima –nada de fierros– y de cero responsabilidades en el sector laboral (empresa de mercadeo multinivel, estilo Amway). Requeriría, sí, de un empresario o prestamista que pusiera un capital inicial mínimo ( seed money), y de una alianza con un proveedor (pensaba Carpinteyro en Telmex, porque Televisa estaba ya aliada con ATT). La nueva empresa buscaría comenzar operaciones creando un grupo de consumidores muy selecto ( very selective members en la conversación) –al que presumiblemente se le ofrecería un paquete muy atractivo– para de ahí crear una clientela más amplia (y ramplona) y un cuerpo de vendedores entusiasmados.

Se trata, pues, de una empresa típica del capitalismo más voraz y menos productivo: no crea infraestructura ni requiere innovación tecnológica, sino concesiones regulatorias, y no tiene empleados, sino socios que sólo ganan si venden, y que carecen de los salarios y prestaciones que tendría un obrero o empleado formal. Si el negocio fracasa, los únicos que sufrirán serán los vendedores.

Históricamente, las ganancias del empresariado se justificaban porque ellos eran inovadores y corrían riesgos. Por lo que se alcanza a entrever en el escándalo de Carpinteyro, los empresarios que favorecerá la reforma en telecomunicaciones no harán ni una cosa ni otra. Será un negocio sin fierros y sin salarios.