Opinión
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Arnaldo Córdova
E

n agosto de 1997, recién titulados de licenciados (él en economía, yo en historia), Leonardo Lomelí Vanegas y yo nos matriculamos en el seminario de investigación que impartía Arnaldo Córdova en la maestría en historia de México de la UNAM. Lo habíamos leído y discutido entre nosotros, habíamos polemizado con su sombra en nuestras respectivas tesis, pero no lo conocíamos. El encuentro nos marcó de manera definitiva. Ese semestre fuimos, prácticamente, sus únicos alumnos, y nos hizo leer desaforadamente los clásicos de la teoría política (o empezó a hacerlo: los seguimos leyendo, bajo su exigente dirección, durante los siguientes tres años), pero también leyó con cuidadoso esmero nuestros proyectos de investigación, que habrían de cuajar en los estudios de Leonardo sobre la política económica del porfiriato y la posrevolución, y en mi tesis doctoral, convertida después en mi libro La División del Norte. No exagero cuando aseguro que con él aprendimos a investigar.

Junto con don Álvaro Matute, con quien formaba un singular contraste en estilo, posición política y visión de la historia (y con quien tenía también singular semejanza en calidad humana, pasión por la historia y compromiso con el país), guió mis avances y mis tropiezos y me permitió ostentar, con modestia, el nombre de historiador. Al privilegio de ser su alumno fui añadiendo el de su amistad, el de las largas veladas en sus casas de Pátzcuaro y de Tlalpan, el de los secretos de la comida michoacana y los vinos franceses, el de la pasión por los clásicos, los universales de la teoría política, de Maquievelo a Marx; y los nuestros de la historia política, de Clavigero a Rabasa. El de su gente, que también fue nuestra, Ana Paola, que en paz descanse, y Mónica, a quien abrazamos.

Por supuesto que tuvimos nuestros desencuentros, alguno grave. Imposible cultivar cercanamente su amistad sin que alguna discusión sobre la caballería villista, el soberanismo popular de los liberales decimonónicos, las posiciones políticas de la izquierda mexicana, el olfato de gol de Francisco Palencia u Oribe Peralta o la calidad –o su ausencia– de ciertos mezcales no deviniera en agrias discusiones. Las superamos. Pudimos caminar juntos su postrero tramo al lado del Movimiento Regeneración Nacional.

Otros extrañarán su obra. La comprensión del fundamento del sistema político mexicano y su carácter autoritario y corporativo, que su admiración profunda por la obra y la personalidad de Lázaro Cárdenas nunca le ocultó. Sus aportes teóricos, que nos trajeron novedosas lecturas de Maquievelo, de Kant, de Gramsci. Su compromiso político (y sus errores, que asumió con singular espíritu autocrítico). Muchos reseñarán, una vez más, La ideología de la revolución mexicana, ese espléndido libro que nació al mismo tiempo que su hijo Lorenzo, en el que nos mostró que si bien la revolución pertenece al mismo ciclo histórico que el porfiriato, también nos presentó con su carácter distintivo la otra revolución, la de Villa y Zapata, y nos hizo ver, con detalle y amplitud, que mientras los dos caudillos hacían la guerra contra los carrancistas, México conoció el debate de los problemas nacionales más auténticamente representativo, popular y democrático que jamás haya habido a lo largo de su historia, que se reflejó en el Programa de Reformas Político-Sociales de la Revolución, terminado en la primavera de 1916, el canto del cisne de los campesinos armados, el último testimonio de la sapiencia política de las masas populares, de su espíritu democrático, y la confesión del error que causó su ruina, el no haber sabido o no haber podido luchar por el poder político, aferrados a su única demanda, la tierra, y al temor y la desconfianza que habían heredado de los gobiernos... la derrota ineludible, al parecer, de las revoluciones campesinas, como señalo en la cita al pie. Seguramente, pasados unos meses, yo también regresaré a sus libros ya clásicos. Hoy no, hoy quería recordar al maestro y al amigo.

Escribo aporreando el teclado, con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos, mientras anudo la corbata para acudir a velarlo Gaby y yo, para darle el pésame a Lorenzo y a Ana Paola, a Mónica y a todos a los que abrazó con su aguda inteligencia y su generoso corazón de luchador. México lo echará en falta.

El aletazo de un pensamiento sombrío lo rozó: las revoluciones campesinas fracasaron siempre. Por eso nos fascinan. Los Emiliano Zapata, los Garabombo, los Raymundo Herrera, los Agapito Robles mueren puros. Los campesinos no llegan al poder; no tienen oportunidad de corromperse. La injusticia de la historia los preserva. No les da ocasión de transformarse de oprimidos en opresores.

Manuel Scorza

[email protected]

Twitter: @salme_villista