Opinión
Ver día anteriorJueves 26 de junio de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Conflicto de intereses y turbiedad
L

uego de la filtración de una conversación telefónica en que se le escucha planeando negocios en telecomunicaciones con un empresario, la diputada por el PRD Purificación Carpinteyro, a la sazón secretaria de la Comisión de Comunicaciones de la Cámara de Diputados, anunció su decisión de retirarse del proceso de discusión en curso sobre las leyes secundarias en la materia, aunque reiteró que no tiene ningún vínculo de negocios o comercial con inversionistas del ramo.

Tal determinación era lo menos que cabría esperar de la legisladora perredista, en la medida en que la conversación difundida deja ver un claro conflicto de intereses y constituye un ejemplo de la discrecionalidad tradicional con que la clase política de nuestro país vulnera recurrentemente la línea entre lo público y lo privado. En efecto, este dista mucho de ser el único caso de representantes populares o servidores públicos que aprovechan su posición de poder para gestionar negocios propios o de terceros: otros casos paradigmáticos son el del ex legislador panista Diego Fernández de Cevallos, célebre por aprovechar sus numerosos cargos para litigar contra el Estado; el del ex titular de Gobernación Juan Camilo Mouriño, quien estuvo inmerso en numerosos conflictos de intereses relacionados con el ramo energético durante su desempeño como legislador y como secretario de Estado, y el del senador por el blanquiazul Javier Lozano, quien actualmente participa en el mencionado proceso de reformas en telecomunicaciones pese a tener vínculos familiares con directivos de la empresa Televisa.

Más allá de que las grabaciones difundidas anteayer estén siendo utilizadas para desvirtuar a Carpinteyro y a la postura política que representa en el debate actual en la materia mencionada, el episodio pone sobre la mesa de debate la grave distorsión en que opera la institucionalidad política de nuestro país; la desviación inocultable de la conducta con que deben regirse los legisladores –cuya función es legislar para el bien común, no utilizar el cargo para sacarse la lotería, por usar la expresión empleada por la propia diputada perredista– y la ilegitimidad que se cierne sobre las instancias soberanas y sobre los procesos legislativos cruciales para el país, como la reforma en telecomunicaciones: a fin de cuentas, este conflicto de intereses no es más que la punta de un iceberg en que converge también la colocación de empleados de las televisoras en curules legislativas –la llamadas telebancadas– con el claro objetivo de incidir en las modificaciones legales correspondientes.

Esas consideraciones, en conjunto, tendrían que derivar en la multiplicación de controles y mecanismos de fiscalización sobre los legisladores para evitar que empleen sus curules como plataformas para negocios privados.

Por otra parte, a la distorsión referida se suma la perspectiva, no menos indeseable, de una vida política que se dirime en forma cada vez más frecuente por medio del espionaje ilegal, las filtraciones, los escándalos y las campañas sucias entre facciones que terminan por anular, en los hechos, los cauces institucionales de deliberación política y por viciar de origen procesos soberanos en los que debieran estar representados, en principio, los intereses de la sociedad. Tan inaceptable como el contenido de las grabaciones es el hecho de que las mismas se hayan obtenido por una vía ilegal y que los intereses político empresariales que se disputan el poder en el país recurran, en forma tan frecuente como irresponsable, a ese recurso que adultera la vida republicana y profundiza el deterioro institucional.