Opinión
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os fenómenos político-sociales en México y España fluyen en paralelo. Los dos tienen también un telón de fondo similar: el profundo y creciente descontento de la población con el modelo productivo, partidario y de gobierno. Saben los mandones de aquí y allá que, por ello, las condiciones para su prolongación son endebles, al carecer de la debida legitimidad. Serios y hasta fundados temores a oposiciones beligerantes les impelen, sin tardanzas y respetos que valgan, a llevar a cabo las determinaciones que, en ambos países, se juzgan cruciales e indispensables. Los pasos bajo cuestión hay que darlos pronto y, si se puede, en lo oscurito, afirman. Se debe, entonces, proceder sin miramientos, consultas ciudadanas o polémicas públicas que valgan. Lo que cuenta, ante los vientos contrarios que se otean en el horizonte de la realidad, es actuar con máxima celeridad. En México para aprobar las leyes secundarias que regulen la privatización salvaje de la energía. En España para normar la sucesión de la monarquía y entronizar a un nuevo monarca.

En ambos casos, sin embargo, las prisas por efectuar cambios (llamados estructurales, esos que, alegan, son urgentes y necesarios) o para asegurar la continuidad del régimen imperante, están provocando oposiciones vigorosas que bien pueden adoptar formas de franca revuelta. En la ruta adoptada, tanto aquí como allá, se atropellan, desde los altos niveles decisorios, reglas legislativas, tiempos de maduración o formalidades democráticas. Los procesos desatados en los dos países cabalgan, a horcajadas autoritarias, imponiendo, en su fluir, inmerecido castigo adicional a las mayorías. Y, lo más destacable, la fusión de los dos partidos españoles (PSOE y PP) que cierran filas de tufo monárquico, se semeja al ya bien conocido dúo PRIAN local que intenta sacar, sin titubeos y a su entera voluntad, esa reforma energética que trastocará pactos básicos de la convivencia mexicana.

El ataque al Estado benefactor ha sido, en la llamada madre patria, el propósito declarado de la embestida del poder establecido: una nociva trabazón del empresariado de gran calado, el alto clero, los varios gobiernos (central y autonómicos) los medios de comunicación y el duopolio partidista. Todo, ese mazacote, arrellanado en un anacrónico formato monárquico, impuesto para la preservación del entorno franquista y que, supuestamente, actúa, al menos en la narrativa oficial, como resguarda para la unión nacional. En concreto, una poderosa plutocracia que encuentra su guía y respaldo en las instituciones financieras de la Comunidad Europea y sus variados gobiernos integrados. Todos estos estamentos, regulaciones y personajes, íntimamente adheridos, con estrecha fe, en las potencialidades del mercado para la creación de riqueza. Una riqueza que contraría de manera flagrante las repetidas promesas de su justa distribución. A pesar de ello, el neoliberalismo, como un corpus dogmático, se ha posicionado en casi todo el ancho mundo como ruta única, modo de funcionar aceptado, referente de éxito, cuadro de prestigios y horizonte de futuro.

El ingreso de los trabajadores, motor del consumo interno, padece en la España actual y con crueldad inaudita un persistente deterioro desde los años de la crisis de 2008, 2009. Las consecuencias de tal embestida han logrado que por primera vez desde el fin de la dictadura la participación del trabajo en el ingreso nacional caiga por debajo de 50 por ciento del total. Otra tajada, la dominante, se va acumulando, a paso veloz, en el otro factor: el capital. Tal inequidad da cohesión y fuerza al fenómeno colectivo que viene oponiéndose, en variadas modalidades, a las decisiones adoptadas por el gobierno del presidente Rajoy, del PP. La súbita abdicación de Juan Carlos I actuó, sorpresivamente para algunos, como revulsivo social. Para otros fue simplemente el tirabuzón que emulsionó el ya injertado impulso republicano en amplias capas de la sociedad, en especial entre las golpeadas juventudes. Ante tan amenazante situación, documentada por los resultados de las recientes elecciones al parlamento comunitario –donde la izquierda de Podemos hizo inesperada aparición–, se han desatado los temores del entorno plutocrático dominante, en particular entre el duopolio partidista que padeció tal insurgencia. Les urge, entonces, que un nuevo monarca les auxilie en la contención de los ímpetus renovadores.

Aquí en México el abuso contra el bienestar de los trabajadores ha sido más prolongado e insensible hasta rayar en lo brutal y con marcados ribetes racistas. Los ingresos del trabajo, que habían rozado 40 por ciento del ingreso total a principios de los años 80, han caído en estos últimos decenios a 29 por ciento. Una desigualdad insostenible, inhumana, real limitante para el crecimiento a las tasas que se requieren. Tasas de 5 o 6 por ciento de promedio que, con harto cinismo, se prometen casi a diario. En el año pasado, y lo que corre del presente, el deterioro social ha sido más que pronunciado. Julio Boltvinik calcula que en el periodo de 2013-14 se adherirán 3.5 millones de pobres adicionales a la voluminosa cuenta heredada. La nociva fijación del llamado salario mínimo ha sido, como parte sustantiva del proceso expoliador, una férrea limitante impuesta sobre la dinámica salarial en el país. Una monstruosidad normativa que ha usufructuado la elite gobernante. Y sobre tan delicada e inestable situación se decidió, mediante batería de chicanadas inaceptables, acelerar la aprobación de las leyes reglamentarias de la reforma energética. Normas que intentan asegurar que, el gran capital local y trasnacional, prosiga sus apropiaciones despiadadas. Este es el verdadero fondo de las prisas del Congreso y del Ejecutivo federal. Quieren finiquitar su propósito privatizador de la industria energética mexicana antes de que una ola, a lo mejor inmanejable, de reclamos de sus patrocinadores se les aparezca enfrente.