La experiencia de Tlachinollan
20 años de arar por los derechos
en la montaña de Guerrero


Altar maya, Chiapas: “Le ofrecemos a Dios nuestras cosechas para que Él le mande fuerza a nuestra Madre Tierra, porque una madre enferma no puede alimentar bien a sus hijitos” (jloltic Pedro Vázquez). Foto: Enrique Carrasco

Gloria Muñoz Ramírez

Tlapa, Guerrero.

En una región sin acceso a la justicia, militarizada, con sus recursos naturales permanentemente amenazados, atravesada por el narcotráfico y por la corrupción, se insertó hace veinte años Tlachinollan, un centro de derechos humanos que despliega su misión en las comunidades de la Montaña, donde 11 de los 19 municipios que la conforman sobreviven en la extrema pobreza.

Hoy todos se disputan este territorio indígena: el crimen organizado, las empresas mineras, los partidos políticos, los gobiernos en turno. No hay tregua para los pueblos originarios que resisten las embestidas neoliberales. Abel Barrera Hernández, antropólogo y director de Tlachinollan, no duda: “Estamos frente a la peor ofensiva contra los recursos estratégicos: agua, bosques, subsuelo, aire, todo lo que el Estado ofrece como mercancías redituables para los grandes negocios de las empresas transnacionales”.

Y si no son las empresas, refiere el fundador del centro, es el crimen organizado el que pretende el control de la región para la siembra y tráfico de drogas, el trasiego de armas, las extorsiones, el lavado de dinero, los secuestros, la trata de personas y la economía criminal. Y a esto hay que aumentarle la extrema militarización que no necesariamente sigue la ruta del narcotráfico, pues se toma como pretexto para incrustar al ejército en la Montaña. “El modelo implantado”, explica Barrera Hernández, “es militarizar para desmovilizar la organización, causar terror para impedir que los pueblos ejerzan su derecho a la autonomía. Es, sin duda, un ejército de ocupación”.

La ofensiva más reciente para estos pueblos llegó de la mano de Rosario Robles, titular de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol). Se trata de la Cruzada contra el Hambre, iniciativa gubernamental anunciada con bombo y platillo que en realidad pretende “el control militar de las comunidades”. Las imágenes de los soldados acarreando ollas de comida y sirviendo platos de frijol ocultan la intención verdadera, pues “se ha avanzado en estrategias de guerra contra las comunidades a través de estos programas de contrainsurgencia”.

Hace 20 años un pequeño grupo de profesionistas de la región decidió que algo había que hacer por los derechos de estos pueblos. El momento era propicio y esperanzador, pues era la efervescencia del movimiento indígena latinoamericano, luego de la irrupción zapatista en Chiapas. Aquí estaba pujante el Concejo Guerrerense 500 años de Resistencia Indígena, “en el que los jóvenes asumieron el compromiso de abanderar la causa de sus pueblos”, lo que impulsó la creación de un espacio civil que pudiera apoyar a los movimientos y sus reivindicaciones. “Una corriente que emergía de las costas a la montaña, en una zona tan marginada, nos dio pauta como profesionistas para aportar a los pueblos mayores herramientas, sobre todo en el ejercicio jurídico”, recuerda Abel Barrera.

Uno de los primeros casos que marca el trabajo de Tlachinollan es la detención de Magencio Abad Zeferino, un maestro de Olinalá detenido por el ejército, acusado de haber recibido propaganda del Ejército Popular Revolucionario (EPR) en un retén y, por lo tanto, considerado miembro de la agrupación. Una madrugada los soldados llegaron a la casa de Magencio y se lo llevaron a Tlapa junto con su hijo, donde fue interrogado bajo tortura. Lo desnudaron, lo amarraron a una tabla y luego lo rociaron de agua para darle toques eléctricos. Le hicieron lo mismo a su hijo. No aguantó el sufrimiento doble y confesó lo que los militares querían: que era miembro del EPR.

Proyecto “enraizado en las luchas de los pueblos”. La esposa de Magencio acudió a Tlachinollan y el centro hizo público el caso. A los tres días apareció el indígena junto a su hijo en un crucero de Chilapa. “Esto nos dio la experiencia para ver lo grave de la situación de los derechos humanos de los pueblos, de la gente, del ciudadano común que está inerme ante una situación tan cruenta como es que el ejército tome en sus manos el control de las instituciones, y que haga investigaciones legales por su cuenta, usando métodos tan crueles como la tortura para sacar confesiones que al final no tienen sustento, pero que la gente se ve obligada a decir con tal de no seguir sufriendo”, relata el antropólogo.

El caso marcó a Tlachinollan, los obligó a capacitarse y a aprender a documentar los casos, a ganarse la confianza de las personas y a estar en el lugar de los hechos, a saber lo que quieren realmente los familiares de las víctimas y a no querer suplantarlos. Años después lograron llevar ante la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH), los procesos de Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú, indígenas víctimas de violación por elementos del ejército mexicano en el contexto de la guerra contra los grupos armados. “Para nosotros”, refiere Barrera, “fue  una estrategia para generar terror en las comunidades indígenas. Se usó la violación sexual como una arma de desmovilización para atemorizar  la organización”.

A unas semanas de cumplir sus dos primeras décadas, el sentimiento para este equipo de defensores y defensoras de los derechos humanos es doble. Por un lado, indica su director, “el proyecto tiene vigencia porque ya está enraizado en la lucha de los pueblos; pero por otro lado, hay un sentimiento de frustración porque constatamos que el tema de derechos humanos, sobre todo los derechos de los pueblos indígenas, vive un momento sumamente crítico, pues hay una crisis a nivel nacional en el sistema de justicia y sobre todo en el reconocimiento a los derechos de los pueblos”. El horizonte, dice, “es nebuloso y tenebroso, porque ahora la violencia se desborda más allá de cualquier espacio comunitario. El sentimiento de inseguridad está generalizado, los actores violentos son intocables dentro del aparato; y hay actores no estatales vinculados al Estado que le hacen la guerra al pueblo”.

La agenda de los derechos de los pueblos se transforma. Ahora es también la defensa de los derechos de la tierra, del territorio, de los recursos naturales. Y en Guerrero, estado históricamente combativo, la organización y resistencia de abajo se mantienen.

(Este texto es parte de una entrevista colectiva realizada por el taller de periodismo de abajo en Tlapa, Guerrero).