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España: regionalismos y crisis de Estado
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ás de cien mil personas formaron ayer una cadena humana entre Durango y Pamplona –una distancia de 123 kilómetros– en demanda de la autodeterminación del País Vasco, a la manera de la protesta que reunió a centenares de miles en Cataluña en septiembre del año pasado. La demostración es relevante por cuanto constituyó un acto unitario que reunió de manera pacífica y legal a la mayor parte de los sectores del independentismo vasco, pero también porque tuvo como telón de fondo el nuevo tramo de la crisis política española, marcado por las demandas masivas del día anterior de someter a referendo la continuación de la monarquía.

En efecto, el jueves de la semana pasada ocho organizaciones políticas firmaron un posicionamiento donde piden la realización de un proceso constituyente y el inicio de una segunda transición, y el sábado centenares de miles de ciudadanos volvieron a las calles y a las plazas de España –las movilizaciones tuvieron lugar en más de 40 ciudades– para pedir que la voluntad popular sea consultada sobre si desea un nuevo rey –que sería Felipe de Borbón, en sustitución de su padre abdicante– o si prefiere prescindir de la institución de la corona.

La imprevista oleada de republicanismo que desató el anuncio de la renuncia de Juan Carlos de Borbón al trono se ha articulado de diversas maneras con las causas regionalistas, particularmente la catalana y la vasca.

En el primer caso la línea entre monarquía y república se ha convertido en una grieta para los dos partidos integrantes de la coalición que gobierna en Barcelona, Convergència i Unió, pues mientras el primero se negó a votar la ley de sucesión –el instrumento que daría cobertura jurídica a la transmisión de la corona por vía de herencia–, el segundo apuesta por sumarse a la posición de los partidos tradicionales, el Popular y el Socialista Obrero Español, en defensa de la monarquía.

En el País Vasco la masiva cadena humana formada ayer no tuvo una relación directa con las tribulaciones del Palacio de la Zarzuela y del Congreso de los Diputados, pero se hizo eco, de alguna manera, del cuadro político general que impera en España al levantar la consigna es el momento de la ciudadanía, que se empata, a su manera, con las demandas sociales de someter a consulta la sucesión real.

El hecho es que en la hora presente el grupo gobernante de Madrid acumula conflictos diversos: el de la impopularidad de la monarquía, el de la escasa representatividad del bipartidismo tradicional, el del propio PSOE, desgarrado entre sus orígenes republicanos y el pragmatismo monárquico de sus dirigentes máximos y, por si fuera poco, el renovado aliento de los nacionalismos vasco y catalán. Si a ello debe agregarse el descontento por la demolición del estado de bienestar y por los escándalos de corrupción que afectan tanto a La Moncloa, sede del gobierno, como a La Zarzuela, de la corona, es claro que la administración de Mariano Rajoy se interna en una crisis política mayúscula.

Los fenómenos enumerados, aunque distintos, tienen una raíz común: la obsolescencia de las instituciones establecidas tras el fin del franquismo, las concesiones a la reacción introducidas en la constitución de 1978 y el cariz antidemocrático de un Estado que no representó nunca la diversidad de las naciones agrupadas bajo el nombre de España y que cada vez representa menos el sentir de los ciudadanos, se reconozcan o no como españoles.