Opinión
Ver día anteriorJueves 15 de mayo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mi ciudad de París
A

casi 40 años de haber llegado a París, donde me fui quedando sin ver pasar el tiempo, recorro sus calles cada día con más asombro. O, al menos, un sentimiento de sorpresa lejano al que me provocó la armonía de esta ciudad donde no era capaz de distinguir matices, y menos aún diferencias, en esa igualdad –con la cual parecía cumplirse al menos uno de los principios del lema revolucionario: Libertad, igualdad, fraternidad.

Simetría de sus edificios de cinco, seis pisos, alineados incluso en las callejuelas del laberinto cuyo centro es la Catedral de Notre-Dame. Igualdad engañosa, me daría cuenta muy pronto. Pero, ¿hay igualdad que no sea falaz, espejismo evanescente y repetitivo?

Acostumbrada a ver un cine en un cine, un restaurante en un restaurante, una gasolinera en una gasolinera, en fin, cada comercio en su edificio peculiar, a menos que se tratase de un insignificante estanquillo refugiado en el hueco oscuro de la planta baja de un viejo edificio leproso, debí aceptar que un cine cupiera en un inmueble no construido especialmente para él, que un restaurante, incluso el mundialmente célebre Maxim’s se hallase incrustado en un edificio cualquiera de oficinas o de habitación. O que la gasolinera se limitara a dos aparatos de distribución plantados en apariencia al azar y que, como los árboles, parecían tener sus raíces en el subsuelo.

Las construcciones dedicadas en su integralidad a un solo destino eran pocas: iglesias, estaciones de ferrocarriles, museos (antiguos palacios reales puestos al servicio del público por la República para alojar obras de arte), o palacios como el del Elíseo o el de Luxemburgo (residencias respectivas del presidente y del Senado), la Asamblea. Uno de los raros restaurantes no incrustados en un edificio fue La Coupole, al menos hasta hace unos 20 años, época en que monsieur Laffont, el propietario, vendió restaurante y terreno. Los inversionistas construyeron de inmediato un edificio de una decena de pisos –lo máximo permitido en París–, convirtiendo a la legendaria Coupole en un inquilino más.

Si al principio de mis caminatas me extraviaba en esa homogeneidad donde yo no sabía ver sino la armonía, incapaz de distinguir las diferencias evidentes para cualquier parisiense, con el paso de los días, los meses, los años, fui descubriendo, no sólo la riqueza de tantas y enormes diferencias que rompían la aburrida uniformidad, también los matices sutiles de una ciudad en constante cambio, yo, que admiraba ese París invariable, perenne –salvado del bombardeo ordenado por Hitler gracias al mismo general que debía ejecutarlo, o de los especuladores y promotores que gangrenan cualquier ciudad.

Pero París también cambia. No sólo por la construcción de la torre de Montparnasse o de las torres del Front de Seine, en el barrio XV, cuya construcción se debió a un contestable deseo de modernidad. Cambia cada día, aquí y allá, un detalle, una tienda, si no la fachada, protegida por la ley patrimonial, sí todo su interior. Tras una fachada del siglo XIX, se esconde un hotel con servicios ultrasofisticados, no se diga ya un elevador.

Me paseo ahora por las calles de una ciudad cuya armonía no es la uniformidad: observo los cambios de sus calles y edificios, cierto, pero sobre todo la de sus habitantes. No sólo su envejecimiento o su desaparición. También la migración de extranjeros, deseosos de invertir en una ciudad segura, y cara. Porque si Francia, y los suburbios de la capital, pueden sufrir la invasión de una inmigración en busca de trabajo para poder comer, la capital se aburguesa, cada vez más rica. Las boutiques cambian de propietarios, los pequeños comercios populares se vuelven de lujo.

París, acaso como México y otras ciudades, cambia y sigue siendo la misma. Su aspecto parece idéntico al que le conocí hace casi 40 años: su espíritu subsiste a predadores y se impone, majestuoso, al tiempo mismo. Me paseo con el asombro de entonces, ahora más estremecedor.