Virreyes, no mirreyes

Defender la tierra, defender la tierra, defender la tierra es motivo constante, tonada de fondo de las luchas y desvelos de los pueblos indígenas en las llamadas “Américas”, que para ellos, de norte a sur son una misma. Se saben hermanos de un modo que las sociedades dominantes nunca han entendido y difícilmente entenderán. En México su cinismo es escandaloso. Cambian de máscaras, apenas de apellidos, los grupúsculos en el poder. Si fueron nacionalistas, hoy son vendepatrias. Si fueron juaristas los abuelos y los hijos laicos, los nietos salieron mochos hasta el ridículo y le hacen caravanas al Papa que les pongan. Si defendían nuestras fronteras, hoy las subastan. Si la vieja Constitución frenaba sus claras intenciones entreguistas, pues a tachonarle esos vejestorios que llamábamos “conquistas sociales”.

Los gobernantes y los altos mercaderes no aprenden, y su presente generación es la más ignorante en más de cien años. De ellos no se puede esperar sino mala entraña para los pueblos. Siguiendo el manual del Banco Mundial se harán los dadivosos, los comprensivos, los convencidos, los incluyentes, vestirán jorongo y sombrero emplumado un día de éstos. Otro día soltarán barbaridades, enseñarán el cobre racista o serán incapaces de pronunciar en su discurso el nombre del pueblo que los recibe con serpentinas y metales en uno de esos actos o giras de escenificación permanente que es su ser gobierno. A la desgracia, apapachos y despensas.

En situaciones comprometidas, cuando no alcanzan el miedo ni el atole con el dedo y se ven obligados a “dialogar” y, ¡horror!, firmar acuerdos (que no es lo mismo que firmar cheques o decretos), rápido se hacen los que no se acuerdan. Traicionar su palabra empeñada a los pueblos originarios es una desgraciada costumbre de los gobiernos; el estadunidense puso decenas de ejemplos, pero no les faltó entusiasmo a los gobernantes argentinos, chilenos, brasileños, guatemaltecos y mexicanos, que comparten una historia de desvergüenza y la refrendan cada que es inevitable.

El poder cuenta con un Congreso de la Unión (el mero perol de los partidos políticos) completamente dócil, que hace ya muchos “periodos ordinarios” mina por sistema los derechos nacionales, en concreto los de los pueblos indígenas. Cualquier procedimiento parece válido para despejarlos del paisaje y quitarles su lugar en el suelo, su agua, su aire, su historia. Uno pensaría que para el Estado gobernarlos significa desaparecerlos. Decorativos son, pero cómo estorban/No entienden por las buenas/Son ingratos, ya ves las criadas/Si no los paramos, un día van a bajar de los cerros para comernos.

Pero los pueblos se mueven. Organizaciones y pueblos enteros ya dijeron este gobierno no nos merece ni nos representa, y se han dado formas de gobierno propias, libres y dignas. Y eso sí que no para el Estado y su colección de socios. Luego qué naranjas vendemos, dicen apurados. Los pueblos (ya ven los zapatistas) aprendieron que gobernar es un cargo demasiado serio como para dejarlo en manos de los políticos profesionales. Y éstos, en venganza, les echan paramilitares encima, como siempre que la legitimidad se les desmorona. El pasado dos de mayo asesinaron a Galeano, primer indígena base de apoyo zapatista que matan los partidarios del gobierno desde 2003. ¿Es temporada de caza? Al fin que con tanta criminalidad las estadísticas van a tragar ese nombre. ¿Qué tal si no? José Luis Solís López fue rematado con tiro de gracia en la nuca, en el centro de La Realidad.

Los políticos, en particular Luis H. Álvarez por ser La Realidad su proyecto personal de contrainsurgencia, pueden estar satisfechos de su cosecha. El movimiento indígena independiente siempre coincide con los zapatistas en llamarlos “mal gobierno”. Por definición: los que no son ni pueden ser “buen gobierno”.