Opinión
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Mar de Historias

Última llamada

R

igo y yo llevábamos dos años sin vernos. La última vez fue en la oficina, el viernes en que le hicimos su despedida porque él se iba a trabajar a Guanajuato. Me enteré de su cambio apenas el miércoles. Eran como las dos de la mañana cuando sonó el teléfono. Era Rigo. Me costó trabajo reconocer su voz. Le pregunté si estaba bien y me respondió: Mejor que nunca. Si me oyes raro es porque mi hermano Juan y yo nos bebimos unas copas. Lo corregí: Creo que bastantitas.

Rigo soltó una carcajada: Salimos a celebrar una cosa que te dará gusto: acepté cambiarme. Él y yo habíamos estado pensando en la posibilidad de que se fuera a mi departamento en vez de encontrarnos allí nada más algunos fines de semana y siempre después de una celebración en la armadora.

Me alegró que al fin se hubiera resuelto. Lo felicité. Quiso saber si hablaba en serio. Le respondí que desde luego. Se sorprendió: No creí que estuvieras de acuerdo y no sabía cómo decirte que me cambiaré el lunes. ¿Para qué esperar hasta entonces? ¿Por qué no de una vez? Imposible. Las cosas no eran tan fáciles. Le faltaba hacer algunos trámites y eso le llevaría tiempo.

Temí que en cuatro días pudiera arrepentirse. Para evitarlo tomé la iniciativa: “Si ya te decidiste y tu hermano Juan está de acuerdo en que te vayas, agarra tus cosas, salte de su casa y toma un taxi, pero que sea de sitio, porque a estas horas…” Rigo me interrumpió: ¿Quieres que alquile un taxi hasta Guanajuato? Su confusión me hizo gracia: ¿Ya ves? Por andar brindando se te olvidó que vivo en Tepic.

Le recordé el número de mi edificio. Lo tomó como una invitación y la rechazó: Es tarde. Te invito a comer mañana. Tienes que aconsejarme. Nunca he vivido solo ni fuera de aquí. El cambio a Guanajuato no será fácil, pero al menos no tendré que buscar dónde vivir. Por ser jefe de sección me dan departamento. Arana me advirtió que es muy chico. No importa. Para mí solo es suficiente una recámara con baño.

Se me salieron las lágrimas, pero Rigo no se dio cuenta. Entusiasmado, hablaba de su nueva vida, de la alegría de sus padres cuando los llamara a Cuautla para informarlos de su ascenso. Su euforia me lastimaba, su dicha me ofendía. Pensé en interrumpir la comunicación, pero no lo hice: esperaba que hablara de nosotros. Al fin lo hizo: Cuando Arana me propuso el cambio pensé en ti, en lo mucho que te debo. Siempre me has apoyado. Voy a seguir necesitándote. Quiero que me visites. Guanajuato no está lejos. Tomas el autobús el viernes, al salir de la oficina, y te regresas de Guanajuato el domingo por la noche. ¿No crees que será bonito pasarnos dos días juntos?

Perdí toda esperanza de una vida en común. Además me sentí humillada. Lo oculté con un dejo de falso entusiasmo: Me alegro de que te vayas el lunes, así tendré tiempo de organizarte una despedida. Ante la proximidad de su viaje me hizo una confesión: Cuando algún compañero era transferido a Guanajuato me preguntaba si alguna vez iba a tocarme a mí. Y ya me tocó, Rosy, ya me tocó.

Volví a felicitarlo. Con voz turbia agradeció otra vez mi apoyo en el trabajo y prometió llamarme desde Guanajuato al menos una vez por semana.

II

Rigo cumplió su promesa. Se comunicaba conmigo los domingos por la noche. Diez o 15 minutos no eran suficientes para describirme su proceso de adaptación o para hablarme de sus descalabros en la cocina, sus esfuerzos para familiarizarse con el sistema que se llevaba en la armadora y de todos los pormenores de su nueva vida.

Al cabo de unos meses empezó a interesarse en la mía. Eran pocas mis novedades. Para no decepcionarlo y conservar su atención se me ocurrió inventarle situaciones en las que nunca estuve y aventuras que jamás conocí.

En dos años de conversaciones telefónicas me transformé en otra persona, en una mujer sin añoranzas, independiente, con intereses más allá del trabajo. Rigo nunca sospechó que mi cambio era falso. Le interesaba mi nueva personalidad, me hacía preguntas. Encontrar respuestas era difícil y hasta imposible. En tal caso interrumpía la conversación y lo dejaba intrigado.

En todo ese tiempo Rigo también cambió, pero en sentido diferente al mío. Su vida en Guanajuato pronto dejó de reservarle sorpresas. Las circunstancias de trabajo que al principio le significaban esfuerzos y retos formidables acabaron por volverse parte de una rutina chata, insatisfactoria.

Ante esa realidad, Rigo parecía necesitarme más que nunca. Al final de nuestras charlas me refrendaba la invitación de que fuera a visitarlo. Para despertar mi interés me ofrecía un tentador programa de actividades (incluidas las que íbamos a tener en su departamento de tabla roca color mostaza): primero la visita obligada a la armadora –enorme, modernísima, en constante actividad–, luego el recorrido de alguno de los minerales vueltos atracción turística o bien un paseo por Guanajuato, una cena romántica con vino y después… Se estremecía de pensar en dos noches conmigo, entre paredes color mostaza, y recordaba las vividas conmigo en mi departamento.

III

Este lunes ocurrieron cosas inesperadas: fuera de la costumbre, Rigo me llamó para decirme que vendría el domingo a visitarme. Necesitaba verme, que habláramos en persona, tocándonos. Lo dijo con esas palabras, como yo hubiese querido que lo hiciera dos años atrás.

Aparte de sorprenderme, la noticia de su visita me alegró, pero descarté la posibilidad de que se instalara en mi departamento. Se lo dejé saber en forma indirecta: ¿Piensas quedarte en la casa de tu hermano Juan? No. Estaban distanciados. En vez de ofrecerle alojamiento le pregunté si tenía reservación en algún hotel o si deseaba que la hiciera en su nombre. Me respondió que no era necesario.

Pasé el resto de la semana imaginando cómo sería el rencuentro con Rigo, de qué íbamos a hablar después de habérnoslo dicho todo por teléfono. Eso me inquietaba menos que saber si iba a lograr mantenerme como la persona en que me había convertido a través del teléfono. Ya que era imposible saberlo, me propuse tomar la visita con naturalidad, sin preparativos especiales. En eso fallé. El sábado temprano fui al salón de belleza y luego compré un vestido. Pude haber usado uno de los que ya tenía, pero me pareció un desaire hacia Rigo.

El domingo por la mañana me llamó: Ya estoy aquí. Quedamos de vernos a las 2 de la tarde en un restorán con terraza. ¿Cuándo empezaste a fumar? Fue lo primero que le pregunté cuando nos asignaron una mesa en el jardín. Él levantó los hombros sin dejar de mirarme y comentó: Bajaste de peso. Te queda muy bien. Debí corresponder a su galantería, pero no quise mentir: vi a un Rigo destruido. Me decepcionó tanto como yo a él: por más esfuerzos que hice no logré adoptar la personalidad de la mujer que lo había encantado por teléfono.

Nos despedimos bajo promesa de mantenernos en contacto. Sé que muy pronto nuestras charlas a distancia se espaciarán, que un día dejaré de esperarlas y que llegará la noche del domingo en que no suene mi teléfono.