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La desigualdad, sus tiempos y sus voces
C

omo bien ha escrito Paul Krugman en sus varias entregas sobre el libro de Thomas Piketty sobre el capital y la desigualdad en el siglo XXI, no fue el estudioso francés quien diera el aldabonazo sobre el regreso de la desigualdad al centro de la vida del capitalismo moderno. Sí ha sido quien con acuciosidad y detalle le siguió la pista y le tomó el pulso a este síndrome que hoy amenaza con corroer no sólo los mecanismos fundamentales de la reproducción económica, sino los tejidos primordiales de la vida cívica moderna que, por lo menos desde finales de la Segunda Guerra Mundial, se ha visto asociada inextricablemente con la organización democrática de las sociedades y su política.

El argumento de Piketty es letal pero no pretende erigirse en ley natural alguna del modo de producción, como se insiste hiciera Marx en el siglo XIX. Piensa que es propio de esta civilización económica generar fuerzas y tendencias hacia la concentración de la riqueza y el ingreso, pero reconoce la posibilidad de las formaciones sociales más avanzadas gracias al propio desarrollo capitalista, de imponer cauce y correctivos a dichas tendencias. Así ocurrió a lo largo del siglo XX, cuando debido a sus tremendas catástrofes históricas, políticas, económicas y sociales se destruyeron algunos de los cimientos de las fortalezas del capital y varios estados nacionales, al frente de las coaliciones menos imaginadas, desplegaron enormes esfuerzos para corregir la desigualdad por vías democráticas, cuyo discurso principal no aceptaba la separación necia del liberalismo entre economía, política y sociedad. Fue la era de los estados de bienestar que las diversas formaciones políticas que se disputaban el poder del Estado hicieron suyo a pesar de sus varias y encontradas filosofías e ideologías políticas.

Todo empezó a cambiar allá por la séptima decena del siglo XX cuando el pensamiento neoliberal, mantenido en reserva por profetas como Hayek y sus discípulos, vio su oportunidad y los ricos se encontraron con la buena y nefasta nueva de que tenían a su disposición una filosofía y una ideología susceptible de ser presentada como revolucionaria. Radical componedora de los excesos a que se había dado la política democrática fundada en la segunda posguerra, entendida como dispositivo indispensable para el combate político e ideológico con el comunismo soviético, que insistía en presentarse como alternativa viva al capitalismo renacido de sus cenizas bélicas.

Con el desplome de dicho sistema y la frenética vuelta al capitalismo más extremo protagonizada por los países que estaban bajo la férula de la URSS, la revolución de los ricos de que ha escrito Carlos Tello se desplegó a todo lo largo del globo y reclamó la globalización de los mercados, apenas como el inicio de una era de recomposición total del planeta y sus sociedades. Vendrían los cantos al fin de la historia y la celebración del capitalismo financiero que esparciría por el planeta sus ingenios, artificios y recursos para abrir la época de la economía sin oscilaciones ni ciclos gracias a una productividad sin fin debida a la utilización extensiva de la computación y las maravillas de la comunicación a escala mundial. De la desigualdad galopante que acompañaba este cambio epocal no había que ocuparse; era, en realidad, el premio a la destreza de los más aptos y la condición para que el espíritu innovador no conociera reposo.

El ciclo se impuso como catástrofe financiera que de inmediato se tornó tsunami productivo y el mundo, en especial su porción más desarrollada y sus satélites, topó con la desocupación en masa, el endeudamiento explosivo e insoluto y una política oxidada, carente de imaginación y sometida a la dictadura de las ideas que habían iluminado la fiebre revolucionaria de un liberalismo económico cada día más alejado de su correspondiente político democrático, cada vez más cerca de los linderos de la ilegitimidad como orden constitucional. En esas estamos y el volumen del ahora célebre investigador y fundador de la Escuela de Economía de París se constituye en mensaje y voz de alerta planetario por su pertinencia y profundidad.

Pero, para volver al principio, por fortuna no está solo. Tanto Joseph Stiglitz como Krugman lo habían dicho y advertido, a más de documentarlo, en varias de sus obras antes y después de la crisis de 2008, pero muchos prefirieron no oír e insistir en hacer avanzar un discurso en pro de un globalismo en cuyas promesas sólo empezaban a creer los bobos y los pericos, aquellos que según Paul Samuelson se creen economistas por el solo hecho de poder pronunciar las palabras oferta y demanda. Ya vendrán otros bobos y cotorras para atajar el llamado de Piketty, pero no podrán hacerlo a dos manos y varias voces con la oleada de documentación y argumentación que ha desatado y que antes de su libro alcanzó cumbres de entendimiento sobre el mundo real y en crisis en que vivimos en obras como la de Tony Judt y la magna investigación sobre el impacto de la desigualdad en la vida social que debemos a los británicos Richard Wilkinson y Kate Pickett, The spirit level: why greater equality makes societies stronger, Bloomsbury Press, 2009.

Entre nosotros y en español, la Cepal lleva cuatro entregas de gran alcance y nivel sobre la cuestión: Equidad, desarrollo y ciudadanía (2000); La hora de la igualdad (2010); Cambio estructural para la igualdad (2012) y Pactos para la igualdad, que será presentada entre el 5 y el 9 de mayo en Lima. Literatura hay y seguirá habiendo, y en todo caso debemos echar de menos los equivalentes de Dickens o Jane Austen, Sinclair o Dos Passos, Balzac o Anatole France, cuyas letras acompañaron o hicieron eco otras épocas de agresiva y grosera desigualdad pero también de revuelta y rebelión social, de la cumbre a la base, como aconteciera en los años 20 y 30 del siglo pasado. Pero también de eso podemos estar seguros que vendrán.

Lo que brilla por su ausencia, majadera a la vez que ominosa, es la política democrática que asuma que con tanta y flagrante desigualdad lo que impera es la injusticia en todos los planos y que, cuando se cancelan o cercenan los cauces para la voz y la acción que reivindica la libertad, entonces irrumpe el rencor social y el encono del espíritu que bloquea el diálogo y vuelve fútil el llamado a la civilidad.

Podemos suponer que tiempo hay para asimilar tanto verbo convertido en razón y convocatoria… pero no para todos ni para siempre.