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Día del Trabajo: desastre persistente
L

a conmemoración del Día del Trabajo se realizó ayer en una circunstancia particularmente difícil para los trabajadores mexicanos y sus agrupaciones, en medio de una crisis de representatividad política general y de una fractura creciente entre el México formal y el real, que se expresa particularmente en el ámbito laboral.

Ayer, mientras el presidente Enrique Peña Nieto encabezó una ceremonia oficial en la que elogió los avances conseguidos en ese ámbito y a la que asistieron los representantes del sindicalismo corporativo y antidemocrático priísta, en las calles de esta capital miles de integrantes de sindicatos independientes y de agrupaciones sociales llevaron a cabo multitudinarias protestas en contra de la política económica vigente, que en materia laboral preconiza el deterioro de condiciones laborales como supuesta vía para el desarrollo y la creación de empleos; plantea obstáculos a la contratación colectiva y al derecho de huelga, promueve la contención salarial y conduce, con ello, a un deterioro generalizado de las condiciones de vida de la población.

En el pasado año y medio, ese modelo ha experimentado un nuevo impulso con el retorno del Partido Revolucionario Institucional a la Presidencia y la consecuente aprobación legislativa de reformas que se traducen en nuevas afectaciones a la propiedad pública, la soberanía y el desarrollo del país –como ocurre con las leyes secundarias en materia energética y de telecomunicaciones– y contra los asalariados, en particular: a la reforma laboral aprobada a finales de 2012, que al día de hoy sigue enfrentando grandes resistencias, debe sumarse la educativa aprobada el año pasado, que en los hechos constituye una modificación arbitraria e injustificable a las normas laborales aplicables a los trabajadores de la educación.

A pesar de las cifras alegres manejadas por el discurso oficial, el desempleo ha venido aumentando en forma persistente durante el presente sexenio, lo que, sumado a la pérdida de millones de puestos de trabajo durante los gobiernos panistas, configura un escenario de catástrofe. En materia salarial el panorama no es mejor: de acuerdo con el Observatorio del Salario de la Universidad Iberoamericana Puebla, los sueldos en México han alcanzado en este 2014 su punto más crítico en 38 años, periodo durante el cual han perdido 75 por ciento de su poder adquisitivo.

Es inevitable vincular la desastrosa circunstancia laboral con el crecimiento de la población en situación de pobreza, con el ahondamiento de la desigualdad y con el auge de las expresiones delictivas y de violencia descontrolada que padece el país: a fin de cuentas la ilegalidad constituye –junto con la migración y la informalidad económica– una válvula de escape para la angustiosa situación económica en que subsisten millones de familias.

Lejos de conmemorar a los mártires de Chicago con actos como el de ayer, que dan cuenta de una regresión a un protagonismo presidencial que se creía superado, los encargados de la conducción política y económica del país debieran adoptar como prioridad el impulso a las actividades productivas y el mejoramiento de las condiciones de vida de los trabajadores, no sólo porque esos factores son los que generan la riqueza en la economía, sino también porque el empeño de las últimas administraciones en llevar las condiciones laborales a niveles mayúsculos de precarización e incertidumbre han sembrado una irritación social que se amplía y multiplica, y que puede, si no se atiende a tiempo, desembocar en escenarios indeseables de ingobernabilidad.