Opinión
Ver día anteriorMiércoles 30 de abril de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Contra la educación como segunda Conquista
J

uan: Too much come, bagel hana comero.

Chino: “Later me Guillermo igo large hana suwjo ara?

[Juan: yo comer demasiado; comer un bagel. Chino: ¿Después yo a Guillermo aquí me comprar una grande?]

Lo de arriba es un fragmento de una grabación de una conversación entre tres trabajadores en un supermercado coreano en Queens (ciudad de Nueva York). Dos son indocumentados mexicanos (Juan y Guillermo) y el tercero es un indocumentado coreano, al que le dicen Chino. La grabación proviene de la interesante tesis doctoral de Karen Velázquez, defendida esta semana en Teachers College, que es la escuela de educación de la Universidad Columbia, donde enseño. Karen Velázquez estudió el aprendizaje de la lengua entre migrantes mexicanos y centroamericanos que trabajan en abarrotes y restaurantes coreanos en Nueva York.

Hay muchísimos de estos negocios en Nueva York (como los hay en Los Ángeles), y los coreanos emplean mayoritariamente trabajadores indocumentados mexicanos y, en menor medida, centroamericanos y ecuatorianos. Se trata de una fuente de empleo importante y, también, de una situación lingüística compleja, ya que los dueños de los restoranes y abarrotes coreanos hablan poco inglés, pero han aprendido algo de español para comunicarse con sus empleados; por otra parte, los empleados mexicanos y guatemaltecos frecuentemente son indígenas, con lenguas maternas, como el caqchiquel o el náhuatl, y hablan un español algo quebrado, además de un champurrado de coreano e inglés.

La doctora Velázquez ofrece otros ejemplos lingüísticamente apasionantes para los anales de la vida del trabajador mesoamericano. Ahí está el caso de un indígena guatemalteco llamado Pablo, que habla caqchiquel y poco español, y menos inglés y coreano. Pablo trabaja solo, en una sección del abarrote dedicada a reabastecer inventarios. El problema de Pablo era que no conocía ni los productos que tenía que inventariar (coreanos todos) ni podía reconocer sus nombres (escritos con alfabeto coreano). Pero Pablo necesitaba la chamba imperiosamente, por lo cual se memorizó los números de código de barra de más de 100 productos, para así poder identificarlos, almacenarlos correctamente e identificar los pedidos, sin hablar ni leer una palabra de coreano.

¿A qué vienen estos ejemplos?

Me parece que el intercambio entre Juan y Chino sugiere que la enseñanza primaria y secundaria en México no imagina, ni de cerca, ni lo que saben ni lo que van a tener que saber sus educandos. Establecido en la posrevolución, el modelo educativo mexicano imaginó como meta la asimilación del mundo indígena a la lengua española, y la asimilación del mundo rural a un mundo urbano donde la lectura en español sería de importancia clave. No pudo prever situaciones parecidas a la que hizo posible esta conversación entre Juan y Chino, ni tampoco una situación como la de Pablo, donde el uso de tecnología (códigos de barras, o también lo muestra Velázquez, programas de traducción Google bajadas al teléfono) permitió construir espacios de comunicación parciales, pero suficientemente efectivos como para garantizar un nicho efectivo en el mercado laboral.

Tampoco previó un mundo en que la cultura del maestro dejara de ser ejemplo de movilidad para las familias de los educandos. Y esto es quizá lo más fundamental.

El ejemplo coreano-mexicano-neoyorquino suena exótico, rebuscado, pero en realidad ya no lo es tanto. El dinamismo del mundo laboral –la inseguridad de empleo, la movilidad, los usos de nuevas tecnologías para comunicarse de forma selectiva, y la participación activa en nichos laborales que son profundamente multinacionales– hace ya del todo caduco el modelo de progreso que fue el encuadre fundacional de la educación mexicana.

Me explico: conocer al estudiante es uno de los principios fundamentales de cualquier programa educativo. Un plan de estudios dirigido a un estudiante imaginario, que no corresponde con las características del estudiantado real, es un plan destinado al fracaso. Y no hay peor maestro que el que decide que sus estudiantes tendrían que ser lo que no son, y que no tiene idea de lo que son ni de lo que serán. Un buen maestro se ajusta siempre al estudiante que tiene enfrente, a su pasado y a su futuro. Asimismo, un buen plan de estudios adecua contenidos educativos para promover la formación del estudiante que el maestro tendrá enfrente.

Todo esto suena sencillísimo, casi una perogrullada: el niño (nos imaginamos) es como una esponja. Finalmente, llega al aula chiquito, con pocos preconceptos. Y será moldeado por sus maestros como plastilina, en un movimiento perfectamente coordinado de relevos que comienza en el kínder y termina en la universidad. Pero cuando pensamos en esto, solemos olvidar que la educación tiene usualmente puntos de partida imaginados, que afectan el modelo entero.

Así, la educación popular mexicana se fundó a inicios del siglo XX con la idea de moldear la mente del campesino, del indígena, al tiempo que modernizaba el campo y distribuía tierra. El antropólogo Manuel Gamio describió esta educación revolucionaria ni más ni menos que como una segunda Conquista del indio, ahora por un Estado nacionalista. Contrastando la política de desarrollo de la Revolución Mexicana con lo que se hacía con la población indígena en el resto de América Latina, Gamio escribió que si en los países centro y sudamericanos se inicia, como en México se ha iniciado, una nueva conquista de la raza indígena, el fracaso se tornará en éxito triunfal.

La educación revolucionaria tenía como finalidad armonizarse un poco con la realidad indígena, coordinarse con programas sociales de redistribución de tierra, de higiene, y de instrucción vocacional, y sobre de aquello fundar una escuela pública que, para parafrasear la fórmula cardenista, transformara a los indios en mexicanos.

Pero todo eso tenía de trasfondo cierta imagen de modernización: la educación serviría para urbanizar, para civilizar, para nacionalizar. Y la cultura clasemediera de los maestros y de los creadores de los planes de estudio sería la meta aspiracional tácita para los educandos. Los estudiantes admirarían a los maestros porque querrían ser como ellos. Además, como la cultura campesina era vista como una realidad degradada, de la que se quería salir, y como el punto ideal de llegada estaba también claro, la formulación de programas, planes, metas, evaluaciones, etcétera, era relativamente fácil.

Me parece que hoy estamos en una situación muy distinta. Es muy dudoso que la cultura de los maestros sea, hoy, el punto de llegada ideal de los educandos. Esto significa que los que damos clase tenemos que preocuparnos mucho más por entender a quiénes les estamos enseñando. Y cuando digo esto no me refiero sólo a entender directamente a los estudiantes que tenemos en el aula, sino también las trayectorias de movilidad de las que forman parte. Hay mucho en la vida de los estudiantes de hoy que pide proyectos educativos que los maestros no podemos imaginar sin hacer esfuerzos colectivos importantes.

Más allá de la obligación rutinaria de evaluar, los educadores de hoy se encuentran ante la necesidad de conocer a sus estudiantes.