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De la soledad, virtud
S

e ha hablado mucho de las economías emergentes, cuyo dinamismo empezó a verse como una alternativa a las tendencias recesivas que explotaran en 2008. Con China a la cabeza, registrando tasas de crecimiento económico sorprendentes, los famosos BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) parecían condensar las esperanzas de nuevas y mejores formas de progreso económico y social. La expectativa no duró, a pesar de la reciente incorporación del “México’s moment” a la feria de optimismo que desde Davos y Goldman Sachs se buscaba orquestar como guaraná frente a la depresión anímica que la crisis global ha traído consigo.

El bloque supuestamente alternativo encara problemas viejos y nuevos, que van de la pesadilla de Prebisch asociada al declive en los términos de intercambio de las materias primas a los enormes retos sociales y ambientales que rodean a la orgullosa sociedad china que busca crear una alternativa armónica, hasta una nueva economía calificada por su compromiso con el equilibrio ecológico.

Por estos lares, nuestro extremo occidente como lo llamara el estudioso embajador francés Alain Rouquié, empiezan a reditarse añejas historias y experiencias como la aguda división argentina que suele desembocar en desenfrenos inflacionarios y devaluatorios, o el descenso en la expansión brasileña determinado por la revisión de sus políticas, el reclamo social airado y las oscilaciones hostiles del mercado mundial de bienes básicos. La excepción peruana o colombiana o, de nuevo, la chilena, no son suficientes para corregir las tendencias a la baja del crecimiento regional, anunciadas recientemente por el Fondo Monetario Internacional.

Las cosas de la economía, de la producción material, del empleo, del nivel de vida y de la justicia económica y social se conjugan y conjuran como en Europa y a su manera en Estados Unidos, rumbo a una nueva normalidad dominada por fuertes inclinaciones a un estancamiento oscilante e incluso secular, del que hablan hoy economistas y analistas globales. Esta vez no somos la excepción, como nos los prometió la guadalupana (no ha hecho igual con ninguna otra nación). Más bien, somos la experiencia pionera de la nueva regla que quiere imponerse en el panorama poscrisis: lento crecimiento sin nuevo empleo; desempleo escondido; millones que optan por novedosas formas de marginalidad respecto de los mercados realmente existentes.

Se habla mucho de la productividad y se pone a los improductivos, que forman la mayoría productiva, en el banquillo de los acusados. Poco caso se hace de las frustradas esperanzas con la reforma laboral que nos haría buenos, libres y virtuosos; menos aún se reconoce una relación fundamental subyacente que, al final de cuentas, parece estar en el fondo de la triste situación que guarda la eficiencia económica mexicana: la flexibilidad laboral lograda desde hace años y, al parecer acrecida con la reforma de 2012, no ha sido cabalmente aprovechada por los empresarios y propietarios cuyas ganancias se concentran o se exportan pero no llegan a la inversión productiva.

Llevamos más de dos décadas con salarios estancados o, como el mínimo, en descenso; con un ejército laboral enorme y con más años de educación que en el pasado, digamos en la época industrializadora; pero la desocupación se ha establecido con cuotas superiores a 5 por ciento; con más de 80 por ciento de los desocupados que tiene experiencia laboral, y cerca de 50 por ciento con grados de educación por encima de la media nacional. Es decir, tenemos un mercado de trabajo que desperdicia sistemáticamente sus potencialidades y una organización productiva que ha sido totalmente incapaz de emplear masivamente a la mano de obra, menos de incorporarla efectivamente a las ganancias de productividad que las franjas modernas tienen.

Algo anda mal con un establo empresarial que no invierte ni arriesga; que no expande sus proyectos ni se compromete con la capacitación amplia y consistente de sus trabajadores, mientras desecha a los egresados de la educación media y superior con el pretexto, pueril y banal, de que carecen de experiencia. Las tesis equivocadas sobre nuestro estancamiento, sobre las que nos ha ilustrado Jaime Ros, siguen al mando de las ideas y nos condenan a reproducir el mal desempeño general de la economía y la sociedad.

Con el TLCAN se cultivaron fantasías de una pronta convergencia con la economía avanzada, en especial con la de Estados Unidos. También se nos ha ubicado en la cresta de una nueva ola de emergencia promisoria, gracias a las reformas que por fin se han acordado o impuesto gracias al poco virtuoso manejo de las mayorías priístas. Por lo pronto y hasta nuevo aviso tenemos que decir que no hay tal. Más que emergentes o convergentes, nos mantenemos en las filas engrosadas de los divergentes como mi amigo y colega español Santos Ruesga insiste en inscribir a varios de los países de la periferia europea.

Por la gracia de Dios y del mercado hoy no podemos cantar victoria ni celebrar su pronta llegada. Más nos vale homenajear de nuevo a nuestros clásicos, asumir nuestros laberintos y centurias solitarios y aprender a fallar mejor como recomendara el gran poeta y dramaturgo Samuel Beckett. Aunque hasta para eso haya que arriesgarse a explorar otras rutas y senderos y dejar la noria para los burros y las leyes de la oferta y la demanda a las cotorras de Samuelson.

(Para documentar este optimismo, véase la reciente entrega sobre el empleo, del Instituto para el Desarrollo Industrial y el Crecimiento Económico, AC.)