Opinión
Ver día anteriorJueves 24 de abril de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Adiós, Gabo
M

e hubiera gustado asistir al funeral de Gabriel García Márquez en la fila de los anónimos, aquellos que fueron a Bellas Artes para dejar una flor o un sueño sobre la urna. No me fue posible, pero tuve la satisfacción de ver por televisión a muchos jóvenes dispuestos a ofrecerle la última despedida, prueba de que sigue y seguirá entre nosotros. Requerido por las élites, cortejado por el poder, él obtuvo algo que logran muy pocos grandes intelectuales en la hora final: el reconocimiento popular construido sobre la sólida plataforma de sus millones de lectores.

Se dice que Cien años de soledad marcó el boom latinoamericano, la explosión mediática de una literatura fragmentada por la geografía e ignorada por el desdén cultural de las metrópolis aburguesadas. Fue entonces que el diluvio del idioma anegó el continente entero. Allí donde florecían las ediciones limitadas, las plaquettes y las traducciones comerciales del más reciente best seller, la novela vendió millones de ejemplares de la noche a la mañana a un público ávido de otras cosas. Por eso, cuando el Premio Nobel toca a García Márquez, éste es ya un personaje popular, reconocible y querido a la vez. El escritor, el contador de historias, el apasionado del cine, el hombre humilde capaz de bailar la cumbia y disertar sobre el idioma ya es, cuando recibe el premio, la voz legítima, reconocible, de toda esa gente al sur del río Bravo cuya realidad se resiste a encorchetarse en el folclorismo o la redención imitadora. En un continente desolado por la injusticia y el miedo, la cultura propicia renacimientos, estimula esperanzas y libera convicciones, adquiere la fuerza de una llama política. Gabo vive ese compromiso a través del periodismo que nunca abandonará, incorporándolo al curso más ancho de su quehacer literario.

Con su presencia, pero sobre todo con sus luminosos relatos, el colombiano García Márquez se identifica con un nosotros incluyente y, al lograrlo, los castillos encantados de su imaginación se convierten en referentes universales, en selvas y mares sólo anticipados por la poesía. De Aracataca-Macondo, del Caribe compartido, Gabo nos trae la alegría de ser, un modo de estar en nuestra circunstancia sin oprobiosos localismos provincianos pero cargado de tragedias seculares; la genealogía increíble de los Buendía es tan verosímil como la utopía que nos inspira la esperanza de su hipotética realización.

El domingo pasado publiqué en el Correo del Sur, suplemento de La Jornada Morelos, un par de textos de y sobre García Márquez, para los cuales escribí el siguiente comentario: De sus novelas, cuentos y grandes crónicas la opinión general es inmejorable: Gabo está a la altura de los clásicos, pero la unanimidad titubea cuando se trata de las amistades políticas del autor, por no hablar de las ideas e ideales políticos que mantuvo en las buenas y en las malas de una larga vida plena de vivencias, asumidas con coherencia, sentido del humor y sensatez. Más que padecer de la impropia fascinación por el poder que algunos críticos esbozan como explicación de su compromiso político, García Márquez se propuso ser útil allí donde podía serlo, sin claudicar en sus posiciones. Su actitud se atuvo a los principios que le orientaron sin dañar a persona alguna, antes al contrario, siempre tendió la mano para zanjar problemas o salvar vidas. Y ahí, si se quiere, hay un mérito reconocible entre tanta hipocresía.

Mirando a la gente hacer turno para entrar a Bellas Artes me anima la calidez de la adolescente que da cuenta de sus lecturas del maestro, la discreta solemnidad de quienes asombrados lo leyeron el siglo pasado sin olvidarlo en la tercera edad. La austeridad del desfile se compagina con la felicidad del vallenato sonando en la tarde, despostillando el dolor con una suerte de austera felicidad en la Alameda. Todos buscan ese último lazo personal, subjetivo, irreductible a la barataria mediática que patina en el hielo de los inevitables lugares comunes. Me siento conmovido con la imagen que muestra a la familia –Mercedes y sus hijos–, serenos frente a la urna que guarda las cenizas. Como en la calle, allí también el duelo convierte al otro en parte de uno mismo sin negar sus atributos esenciales. Signo de madurez, México es la patria distinta que le abrió los brazos al errante colombiano sin exigirle exclusividad o pleitesía y, al hacerlo, comparte el dolor filial, la solemnidad de la ocasión, pero también la gracia de un momento de extraordinaria comunión latinoamericanista. La presencia del presidente Santos le dio ese toque único al homenaje.

PD. El Premio Cervantes a Elena Poniatowska da alegría y esperanza.